Venezuela va al quirófano




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No pudo con su genio Hugo Chávez apenas supo que, como otros líderes de América latina, padecía cáncer. Les atribuyó a los Estados Unidos, en plan especulativo, haberles inducido la enfermedad, comparándola con los experimentos con sífilis en Guatemala durante la década del cuarenta, “y que nadie lo sepa y se descubra dentro de 50 años o no sé cuánto”. Ni en su peor dolencia repara el presidente bolivariano en su obsesión de sospechar de la mano negra del imperialismo yanqui. Más grave aún es que, urgido por otra intervención quirúrgica en Cuba, no haya delegado el poder en el vicepresidente e insista en gobernar vía satélite.

Es la tercera operación en Cuba, donde también recibió tratamiento de quimioterapia. Desde junio de 2011, su estado de salud se mantiene como un secreto de Estado hasta que decide revelarlo. Su círculo íntimo, en el cual desconfía, siempre procura echar paños fríos por miedo a la represalia o la orfandad. En el horizonte asoman las presidenciales del 7 de octubre, clave para cumplir con su intención de permanecer hasta 2031 en el Palacio de Miraflores (sede del gobierno) y superar las tres décadas de hegemonía. Es circunstancial que la oposición, tildada de “oligarca y pitiyanqui”, haya proclamado la candidatura de  Henrique Capriles, coronada en primarias.

En 1999, cuando asumió la presidencia, Chávez se propuso desmantelar a los partidos tradicionales que, en cuatro décadas de alternancia, habían hecho de un país rico en petróleo la alcancía de unos pocos con fortunas en el exterior. Juró sobre “la moribunda”, como denominó a la Constitución, y se embarcó en una reforma que nada tuvo de revolucionaria por no quebrantar el orden establecido. Nunca dejó de enviarle crudo a su peor adversario, los Estados Unidos, ni de tenderles la alfombra roja a determinadas corporaciones. Los boliburgueses, enriquecidos bajo su ala, apuntalaron el presunto modelo.

Me dijo Chávez en Miraflores que, según su concepción gramcsiana, “lo que tiene que nacer no va a terminar de nacer hasta que no esté muerto lo que tiene que morir”. Lo tradujo él mismo frente a un pocillo de café: “La crisis no termina hasta que muera lo que tiene que morir y nazca lo que tiene que nacer”. Hablaba de “la moribunda” Constitución. En 2002, a raíz del fallido golpe de Estado en su contra, comenzó a ensimismarse y radicalizarse. Esa actitud derivó en una enorme desconfianza en los demás, empezando por sus laderos, y en un exceso de confianza en sí mismo, así como en el aumento de los decibeles en las provocaciones contra los Estados Unidos.

Desde César, dictador perpetuo, la megalomanía afecta al que, como Tales de Mileto, cae en un pozo por mirar las estrellas. Lo rescata «una sirvienta tracia, jocosa y bonita», según Platón; le explica que, por no bajar la cabeza, perdió la noción de lo que estaba «ante su nariz y sus pies». Perdió la noción de la realidad. Los griegos llamaban hybris a esa desmesura. El héroe que la sufría se comporta como un dios. El ex presidente brasileño, Luiz Inacio Lula da Silva, también aquejado de cáncer, pudo haberse atribuido esos dones, pero se rehusó a alterar la letra constitucional para ser relegido: «Cuando un político piensa que es imprescindible, nace un dictadorzinho», se excusó.

Desde diciembre de 1998, cuando ganó Chávez, ha habido en Venezuela elecciones presidenciales en 2000 y 2006; legislativas en 2000, 2005 y 2010; regionales en 2000, 2004, 2008 y 2010, y referéndums en 1999, 2000, 2004, 2007 y 2009. En las legislativas de 2005, la oposición cometió el error colosal de retirarse en rechazo al poder electoral; el oficialismo ganó todos los escaños de la Asamblea Nacional, del Parlamento Latinoamericano y del Parlamento Andino. En 2007, Chávez fracasó en su afán de introducir una nueva reforma constitucional para permitirse la reelección indefinida, denostada en sus tiempos por Simón Bolívar.

El síndrome de hybris, o de soberbia, cala hondo en una región de cultura autoritaria. De existir el chavismo sin Chávez, habría trascendido fronteras y, más que elogios de Evo Morales, Rafael Correo, Daniel Ortega y los hermanos Castro por los favores recibidos, habría acopiado adhesiones y tolerado imitaciones. No las ha habido, quizá porque el fenómeno empieza y termina con la rencarnación del prototipo del caudillo que, como Chávez, alcanza el poder prescindiendo de los partidos tradicionales, sumiéndolos en peligro de extinción. Desde las antípodas, Alberto Fuimori, Carlos Menem y Álvaro Uribe pretendieron hacer lo mismo.

Ese patrón de concentración del poder, legitimado en las urnas, depende de mañas y artimañas para vivir en estado electoral, cual promesa permanente de gestión eficiente. “Lo único que puede vencerme, y no sé hasta qué punto, es la muerte”, dejó dicho el ex presidente argentino Menem, promotor del mentor de la revolución bolivariana y el socialismo del siglo XXI antes de convertirse en un símbolo descartable del denigrado neoliberalismo de los años noventa. El complejo de hybris, más que cualquier enfermedad, llevó a Chávez a plantearse la disyuntiva entre él o el abismo. Su presunto modelo es la democracia de un hombre solo.



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