El sueño americano vale una pesadilla




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Sin reparar en crisis ni prohibiciones, el ansia de superación empuja a miles de mexicanos y centroamericanos a probar suerte en plan clandestino en los Estados Unidos. Cruzan el río como mojados o el desierto como braceros. En el azaroso derrotero, en el cual arriesgan la vida, pueden ser picados por animales, maltratados por sus compañeros de ruta, estafados por los coyotes (guías) o detenidos por la Patrulla Fronteriza, secundada por milicias civiles y, ahora, por el Pentágono. En la decisión de partir incide la búsqueda de trabajo para ayudar con remesas a sus parientes y, una vez radicados, instarlos a ir detrás de ellos.

Nadie se va de casa por placer. En el camino, la violencia se ceba con los más débiles. Cada año, unos 20.000 migrantes centroamericanos son secuestrados por carteles de la droga, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México. Los usan como mulas (contrabandistas) o halcones (informantes). El viaje de América Central a la frontera de los Estados Unidos, señala Amnistía Internacional, es “uno de los más peligrosos del mundo”. Seis de cada 10 mujeres son violadas. Los narcotraficantes, a su vez, operan en 230 ciudades de los Estados Unidos, según el Departamento de Justicia.

El éxodo empezó en los años ochenta. Entonces, los mexicanos eran minoría frente a los italianos, alemanes, canadienses, rusos, ingleses y polacos. Está pendiente desde el gobierno de Ronald Reagan una reforma migratoria para regularizar el estatus de los establecidos y el ingreso y la permanencia de aquellos que se aventuran a cruzar la frontera en pos de un futuro mejor. Desde finales de 2006 prima otro factor: el miedo creado en México por la guerra contra el narcotráfico, que ha causado más de 60.000 muertes.

En un puesto de venta ambulante de Puebla, México, encontré de casualidad un libro de segunda mano cuyo título me dejó de una pieza: Guía para el mojado, Cómo conseguir trabajo, aprender inglés y ganar dinero en Estados Unidos, editado por el sello Martínez Roca. El autor, Mike Nevin, “buen samaritano estadounidense”, trabajó en el aeropuerto de Houston y, retirado, anima a los mexicanos a burlar los controles de la migra (autoridades migratorias) para trasponer el borde (frontera): “Oye, mano, ¿quieres ganar dólares? ¿Has estado pensando en cruzar al otro lado? Ser mojado no es malo”. No es malo, sino ilegal.

Esa situación, señaló Barack Obama, “no es buena para los trabajadores norteamericanos” ni “para los mexicanos que intentan cruzar la frontera”. En sus tres años de gobierno ha habido más redadas y han sido deportados más indocumentados que durante los ocho de George W. Bush. En 2009, tres años después de aprobarse en el Capitolio la construcción de una valla en un tercio de la frontera, “ningún país tiene una cifra de inmigrantes procedente de otros países como los Estados Unidos tienen sólo de México”, según el Pew Hispanic Center. En 2010 levantó ampollas el endurecimiento de los controles migratorios en Arizona.

El debate continúa este año, con presidenciales en ambos países. El contraste entre el crimen y la corrupción de un lado y la ley y el orden del otro ahonda las diferencias. En la radio mexicana, los narcocorridos (canciones) idealizan a los sicarios. En las calles, las narcomantas (letreros) anuncian ofertas de empleo para gatilleros (asesinos a sueldo) y amenazas contra bandas rivales. Es un círculo vicioso: el consumo de drogas en los Estados Unidos estimula la demanda y, del lado mexicano, alienta a los carteles a pertrecharse con armas Made in USA. Sus ganancias superan la inversión gubernamental en combatirlos. Con propinas compran políticos, jueces y policías.

En los Estados Unidos residen en forma irregular más de 12 millones de personas. Entre ellas surgen familias con estatus combinados: viven los padres en la ilegalidad, temerosos de ser echados, y los hijos, nacidos en el país, en la legalidad. Esa tendencia aumentó considerablemente en los últimos años, así como la legión de jóvenes que arribaron siendo pequeños y, en edad universitaria, corren el riesgo de ser remitidos al país de sus mayores, desconocido para ellos. La Dream Act (Development, Relief and Education for Alien Minors Act o Ley de Fomento para el Progreso, Alivio y Educación para Menores Extranjeros), estancada en el Capitolio, pretende resolver esa insólita realidad.

Todo vale para cruzar la frontera, según Nevin. Hasta una paliza que “cualquier hombre puede aguantar”, porque “tus papás te dieron peores”. Una vez en los Estados Unidos, sujetos a ser deportados, les aconseja a los indocumentados: “No hagan olas, córtense el cabello, no anden greñudos, no anden mugrosos; póngase una cachucha (gorro) de béisbol y no se la pongan al revés; no anden con tatuajes, con aretes en los oídos o en la nariz o en los labios; traten de ser parte de la comunidad y no tendrán problemas; no tomen, no se emborrachen, no hagan escándalos, porque si los pesca la policía, los van a botar (echar)”.

Si son expulsados “una vez, dos veces, diez veces”, no importa. Perseveren y llegarán. ¿Dónde? Tampoco importa. La pesadilla preludia el sueño americano.



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