Licencia para matar




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Los claroscuros de la ejecución de Ben Laden, empañada por sospechas de ilegalidad

En forma unánime aprobaron  los norteamericanos la decisión de Barack Obama de liquidar a Osama ben Laden. Ocho de cada diez, según Gallup, creyeron “extremadamente” o “muy” importante” la ejecución del líder de Al-Qaeda en su madriguera urbana del norte de Paquistán. La euforia inundó las calles de los Estados Unidos al filo de la medianoche, algo inusual. Tan inusual como la perplejidad que, superada la embriaguez de la victoria o la resaca del desquite, despertó en otras latitudes el expeditivo proceder de las fuerzas de elite Navy Seals, así como el pronto despacho del cadáver a las profundidades del mar Arábigo para no crear un santuario en tierra firme.

Lo justo no siempre es legal y lo legal no siempre es justo. ¿Tiene necesidad el país más poderoso del planeta de violar los derechos humanos para obtener información, torturando prisioneros sin condena en el limbo ilícito de Guantánamo, y de ejecutar sin piedad a un terrorista que, en principio, estaba desarmado, no opuso resistencia y pudo haber sido arrestado, trasladado y  juzgado como correspondía? Esa era la primera versión de los hechos. En la siguiente, Osama estaba armado y opuso resistencia.

No merece el crédito de la duda un ser despreciable que causó más de 3000 muertes y otros tantos miedos, pero ese flanco ha sido descuidado por las autoridades norteamericanas. Era lógico que, al dejar cabos sueltos sobre los pormenores de la operación militar, afloraran las teorías del complot y hasta las confusiones. Hasta dio por muerto a Obama un presentador de la cadena de televisión Fox, habitualmente crítica de su gestión: “President Obama is in fact dead”, martilló.

Ben Laden no murió en un acto de guerra. De estar en guerra, según la ley federal de resolución de poderes de guerra de 1973, no pudieron los Estados Unidos declarársela a un individuo. Debieron tener la venia de Paquistán para ir por él sin violar su soberanía. En el vecino Afganistán, las tropas norteamericanas y de la alianza atlántica (OTAN) combaten desde 2001 contra el régimen talibán, semillero de Al-Qaeda, con la autorización de su gobierno y del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Osama, como recordó su casi tocayo Obama, estaba en guerra contra los Estados Unidos, pero los Estados Unidos no podían estar en guerra contra él, aunque encabezara el top ten de los más buscados.

Tampoco es igual el permiso para “capturarlo y llevarlo a la justicia” que el reconocimiento de la ejecución. Existía, según el director de la CIA, Leon Panetta, “autorización para matarlo”. No era un pretexto para hacerlo. Tampoco lo era la escasa confianza en Paquistán, Estado con un arsenal nuclear, una economía quebrada, un sistema político débil y un ejército que durante décadas coqueteó con los extremistas islámicos para atemorizar a la India, su eterno rival.

Entre 2004 y 2011 han sido lanzados 333 misiles desde aeronaves no tripuladas de los Estados Unidos contra zonas tribales dominadas por Al-Qaeda. El actual presidente de Paquistán, Asif Alí Zardari, viudo de la asesinada ex primera ministra Benazir Bhutto, no se mostró molesto. ¿Es razonable que los daños colaterales contra civiles no hayan levantado tanta polvareda como la voladura de los sesos de Ben Laden? No es razonable, sino real.

En 2009, al presentar su plan contra el terrorismo, Obama señaló que Paquistán debía “demostrar su compromiso de erradicar a Al-Qaeda”. Con la designación de un solo representante para Afganistán y Paquistán, Richard Holbrooke, el gobierno de los Estados Unidos unificó a ambos países y acuñó el neologismo Af-Pak. Pequeño detalle: la doctrina norteamericana, como la CIA, no tiene mandato universal.

En caso de haber detenido a Ben Laden, ¿era riesgoso exponerse a posibles verdades incómodas y comprometedoras en un tribunal? En las fotos del cadáver que Obama se ha rehusado a exhibir no está la respuesta. Con ellas o sin ellas no cambiarán de opinión aquellos que no creen siquiera que Osama haya existido. Otros insistirán en que falleció hace años, que su cadáver yace en una morgue ultrasecreta o que sobornó a los Navy Seals con los 500 euros en efectivo que llevaba en sus bolsillos y usó el par de números de teléfono que tenía cosidos en la ropa para ser rescatado.

Entre los árabes, concentrados en las revueltas contra los regímenes y las monarquías del norte de África, tanto Ben Laden como Al-Qaeda se cotizan en baja: son musulmanes la mayor parte de las víctimas del jihadismo global. Es un momento propicio para mejorar la imagen de los Estados Unidos, aún dañada por el gobierno de George W. Bush. Hasta ahora no quemaron banderas de ese país ni de Israel, como ocurría antes, ni cargaron contra Obama, cuya convocatoria al diálogo entre musulmanes y judíos tendió un puente hacia la reconciliación.

El riesgo es que la ejecución de Ben Laden y la rauda inmersión de sus restos, así como la ingrata coincidencia de la fecha de su muerte con el anuncio de “misión cumplida” de Bush en Irak, hayan contribuido a reavivar el rencor hacia Occidente y afianzar el escepticismo en medio de un mar profundo y lleno de contradicciones.



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