Alta en el cielo




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¿En qué medida la religión puede llevar a un soldado a liquidar a sus camaradas?

Hasta el 11 de septiembre de 2001, nadie imagina que aviones comerciales secuestrados y tripulados por terroristas suicidas van a estrellarse contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Hasta el 11 de marzo de 2004, nadie imagina que trenes repletos de gente van a ser blanco de atentados cerca de Madrid. Hasta el 7 de julio de 2005, nadie imagina que el metro de Londres va a convertirse en una trampa mortal. Hasta el 5 de este mes, nadie imagina que un mayor del ejército norteamericano que profesa la fe musulmana va a cometer en una base militar la peor masacre de los Estados Unidos.

¿Es Malik Nadal Hasan un enajenado a pesar de ser psiquiatra o es un desencantado con las guerras declaradas contra países islámicos? La decepción es el síntoma frecuente de sus pacientes, los soldados que retornan del campo de batalla. Es el caso del infante de marina Abdi Akgun, también musulmán: “No quiero manchar a mi fe, no quiero manchar a mis compañeros musulmanes y tampoco quiero manchar la bandera de mi país”. En Irak no ha disparado un solo tiro.

El mayor Hasan debe ir a ese destino, pero no llega a partir. ¿Halla inspiración en las arengas del imán Al-Awlaki, partidario de Al-Qaeda y responsable de una mezquita a la que frecuenta en 2001, o actúa en plan terrorista?

La balacera en la base de Fort Hood, Texas, donde mata a 12 militares y un civil, pone en un aprieto a Barack Obama. “Nació usted de padre musulmán, pero ha decidido alinearse con los enemigos de los musulmanes”, le reprocha, antes de jurar como presidente, Ayman al Zawahiri, ladero de Osama ben Laden. Es uno de los pocos que puede conocer el paradero del líder de Al-Qaeda. Otro, Abu Laith al Libi, ha muerto en febrero bajo una tormenta de misiles en una aldea de la región tribal de Waziristán Norte, en la frontera con Paquistán. Es un feudo terrorista.

Sobre él, con el desplazamiento de más soldados norteamericanos, debe responder Obama en momentos en que crece la indignación en el Reino Unido por la muerte de soldados británicos y en que otros miembros de la alianza atlántica (OTAN) evalúan levantar campamento tras participar de la guerra  contra el régimen talibán desde 2001.

En esa zona roja, las Fuerzas Internacionales de Ayuda en Seguridad cuentan con 71.000 efectivos de 43 países. Obama, influido por la doctrina del gran tablero mundial de su asesor Zbigniew Brezinsky, consejero de seguridad nacional de Jimmy Carter, cree que aquel “que controle el Heartland (corazón de la Tierra) controlará el mundo”. Eso es Afganistán, donde, como en Irak, la estrategia de contrainsurgencia de los Estados Unidos consiste en capacitar a militares y policías nativos para reducir las tensiones creadas por la ocupación y marcharse anteayer.

En sus fraudulentos comicios presidenciales, Hamid Karzai ha sido reelegido gracias a la deserción de su rival, Abdulá Abdulá. Encabeza un gobierno débil que no puede garantizar la seguridad fuera de Kabul ni aplacar la corrupción ni frenar la expansión del Estado paralelo de los talibanes. “Es corrupto, pero es nuestro hombre”, se contenta el canciller francés, Bernard Kouchner. Quizá como, en sus tiempos, el gobierno de Franklin Roosevelt con el dictador nicaragüense Anastasio Somoza, destinatario de un fino elogio de su anticomunismo expresado con un tono parecido por el secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull: “Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

Prima entonces la ideología. Todavía no aguijonea en la conciencia de los militares el dilema entre la bandera y la religión. En las tropas norteamericanas, desde la Primera Guerra Mundial, hay musulmanes. Entre ellos, el mayor Hasan, renuente a ir a Irak. Tanto ese país como Afganistán se atrofian por vivir bajo fuego. Entre los soldados no crece el índice de suicidios por primera vez desde 2004, pero la moral decae en forma proporcional con el aumento de los problemas de salud mental, según el Pentágono.

Los europeos tienen más apuro en restañar la herida abierta en el Heartland que los norteamericanos. En 2008 han solicitado asilo en su territorio 18.000 afganos, casi el doble que en 2007. Desde 2006, inmigrantes de esa nacionalidad inundan Roma y el barrio parisino Le Petit Kabul. En 2005, el Reino Unido concluye que las tres cuartas partes de las conjuras terroristas recientes provienen de Afganistán y Paquistán. En 2004, el gobierno de España elegido tres días después de los atentados de Atocha ordena el retorno inmediato de las tropas enviadas a Irak. Desde 2001, desafía Al Zawahiri a Obama, “los perros de Afganistán han encontrado deliciosa la carne de tus soldados, así que mándales miles y miles”.

A mediados de 2008, el embajador francés en Afganistán, Francois Fitou, confía a su par británico, Sherard Cowper-Coles, que la seguridad se deteriora, que la presencia de la OTAN empeora las cosas y que la solución es respaldar a un “dictador aceptable”. Ambos gobiernos niegan el diálogo, pero el comandante de las fuerzas británicas, Mark Carleton-Smith, admite que derrotar a los talibanes “no es factible ni sustentable”. Nadie imagina el desenlace, acaso tan difícil como el dilema entre la bandera y la religión.



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