Lo que abunda, a veces, daña




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En el planeta no faltan alimentos ni recursos, sino voluntad para repartirlos mejor

La principal causa de malnutrición en el mundo no es la falta de alimentos, sino la dificultad de mucha gente para acceder a ellos o, en realidad, la escasa voluntad de los líderes para repartirlos mejor.  En 2008, la segunda mayor cosecha de todos los tiempos coincide con la muerte de cinco millones de niños famélicos, según la organización humanitaria internacional Acción contra el Hambre. Ese año, a pesar de la abundancia, aumenta el precio de los alimentos. Es un mazazo para los campesinos sin tierras, los pobres radicados en las ciudades y los hogares a cargo de mujeres. El corolario es aún más vergonzoso: pasan hambre 1020 millones de personas en 2009, un 9 por ciento más que en 2008.

En esa indigna condición se encuentra una de cada siete personas, según la Organización para la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas (FAO). Es un 15 por ciento de la población del planeta. La hambruna es la más elevada desde 1970. Más allá de la crisis económica desatada en 2008, estas cifras representan el fracaso de los líderes que, con poco interés en hallar soluciones, acuden cada año a banquetes más insultantes que el hambre para discursear sobre los apremios de los menos favorecidos y, sin excederse en sus compromisos, apañan a otros que reciben ayuda y, en lugar de distribuirla, se benefician a sí mismos con ella.

Llevan razón aquellos que se indignan al comprobar que los líderes de los países más acosados por el hambre y la miseria se enriquecen con abrumadora facilidad. Es paradójico que sus declaraciones patrimoniales superen en forma holgada las presentadas al comienzo de sus gobiernos y, si reflejan datos reales, no guarden comparación con las escasas o nulas ganancias obtenidas en iguales períodos por sus pares de los países desarrollados. Es paradójico, también, que los pueblos más postergados, sometidos a regímenes autoritarios, dancen sobre formidables reservas de recursos naturales, como gas y petróleo. La impunidad de una minoría nutre  el hambre de la mayoría.

En sólo un año, la multitud de hambrientos ha engordado y la producción de alimentos apenas ha adelgazado. No es normal, más allá de la nefasta combinación entre la crisis y la recesión. Tampoco es normal que la mayoría de los afectados se dedique a la agricultura. Sobran alimentos, pero son mal distribuidos. Entre las familias de escasos recursos, sobre todo en América latina, la disminución del poder adquisitivo se debe al aumento del desempleo en el mundo desarrollado y la consecuente reducción de las remesas. Las enviadas en 2008 duplican las previstas para 2009.

En estas circunstancias, lejos queda la comunidad internacional de alcanzar, entre los Objetivos del Milenio, la reducción a la mitad de la gente que pasa hambre en 2015. Esa legión, aplacada en los años ochenta y principios de los noventa, comienza a crecer desde 1995. En junio de este año supera la bochornosa barrera de 1000 millones y, cuatro meses después, trepa a 1020 millones; la diferencia, 20 millones, equivale a la mitad de la población argentina.

Entre las prioridades de los gobiernos desarrollados, el rescate de los bancos perjudicados por la crisis de 2008 desplaza a los infelices que no tienen qué comer en los países subdesarrollados. El hambre, como la corrupción y otras lacras, no es de derecha ni de izquierda. Es hambre. La sienten igual ricos y pobres; la aplacan de modo diferente. La brecha crece: 25.000 euros de renta per cápita anual en Europa contra 550 en el África subsahariana quedan a tiro de piedra entre el enclave español de Melilla y la provincia de Nador, Marruecos, así como, en menor proporción, entre El Paso, Estados Unidos, y Ciudad Juárez, México.

La desigualdad, como deja escrito Víctor Hugo, se ve en las alcantarillas de su tiempo, las fronteras del nuestro. La quinta parte de la población mundial posee, en conjunto, menos patrimonio que un solo rico. Tan desigual termina siendo el mundo que millones mueren de hambre mientras dos de cada tres norteamericanos tienen exceso de peso o son obesos, índice que ha aumentado 35 veces entre los niños desde 1985, y uno de cada cuatro chinos confunde gordura con hinchazón.

En este mundo desigual hay tantas personas con el estómago vacío como otras que migran: casi 1000 millones, de las cuales 740 millones no salen de su país y apenas 214 millones (un 3,1 por ciento de la población mundial) se desplazan al exterior, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Esto refuta el estereotipo según el cual los extranjeros “quitan empleos y bajan salarios”. Dan más de lo que reciben.

En crisis como la actual, los migrantes tienen más problemas para trasladarse. Lo hacen tanto por trabajo como por conflictos, persecuciones, epidemias y desastres naturales. ¿En qué medida influye el hambre? Desde la época  del Quijote, observa Sancho Panza, “dos linajes hay en el mundo, como decía una abuela mía, que son el tener y el no tener”. En la manchega llanura no faltan quesos, vinos, pan y tocino, sino voluntad para repartirlos mejor.



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