Premio y castigo




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El Nobel de la Paz otorgado a Barack Obama entraña más aliento que reconocimiento

Poco antes de empacar, George W. Bush reflexiona un instante y, finalmente, confiesa que el episodio más trascendente de su gobierno ha sido el lanzamiento de la bola inicial en una final de las grandes ligas de béisbol. «Ninguna otra vez sentí tanta ansiedad en mi presidencia», abunda en detalles. Es asombroso. Ni la voladura de las Torres Gemelas ni el desastre provocado por el huracán Katrina en Nueva Orleáns ni las guerras contra Irak y el régimen talibán en Afganistán ni las torturas en Guantánamo y Abu Ghraib ni las prisiones secretas de la CIA ni la crisis económica global superan, en su memoria y balance, ese momento dramático y decisivo: arrojar la bola en un estadio repleto.

Si Bush responde con ese desparpajo la pregunta clave tras ocho años en la Casa Blanca, Silvio Berlusconi no promete elevar la puntería una vez que concluya su gestión. Falta un rato todavía. El Tribunal Constitucional italiano puede despojarlo del blindaje legal con el cual ha evadido causas pendientes de presunta corrupción, pero él se ufana “de qué pasta” está hecho, tilda de “más bella que inteligente” a una diputada opositora y se rehúsa a evaluar la renuncia, “porque soy el mejor premier de todos los tiempos». Es el mismo que, tras burlarse de Barack Obama, pues «es joven, lindo y, además, está bronceado”, dice ahora que “a la playa van dos; también está bronceada la mujer, Michelle”.

En el fondo, Bush y Berlusconi están hechos de igual madera. Conciben el poder como una herramienta a su disposición y se sienten libres de no rendir cuentas de sus actos, más allá de que perjudiquen las imágenes de sus países. Esa concepción lleva al mundo a quedarse huérfano de modelos. Frente a las limitaciones de uno y las vulgaridades del otro, Barack Obama representa el retorno de la política y, en cierto modo, de la sensatez. Es el puntal de una generación más interesada en sentirse involucrada en la toma de decisiones que en digerir las decisiones tomadas.

El contraste con el gobierno de Bush, así como con la personalidad de Berlusconi, es notable. Bush exalta el conservadurismo compasivo; Obama invoca la audacia de la esperanza. Bush, como Bill Clinton, vitupera a las Naciones Unidas; Obama se apega a ellas. Bush declara guerras preventivas; Obama agota instancias diplomáticas. Bush elude el diálogo; Obama confía en él. Bush levanta muros entre israelíes y palestinos; Obama tiende puentes entre judíos y musulmanes. Bush irrita a Rusia con el escudo antimisiles; Obama decide abortarlo. Bush no condena el golpe de Estado en Venezuela; Obama no reconoce al gobierno de facto de Honduras. Bush culpa a México del narcotráfico; Obama asume la responsabilidad de su país.

¿Es exagerado concederle el premio Nobel de la Paz a un novato que, en menos de un año de gobierno, apenas se ha distinguido, según el comité noruego, por sus «extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos»? Puede ser precipitado si es un reconocimiento por los servicios prestados; puede ser acertado si es un aliento a su visión del mundo. Con ella coinciden siete de cada diez mortales, reconciliados con los Estados Unidos por su admirable capacidad de reinventarse a sí mismos después de muchos años, no sólo ocho, de prepotencia y arrogancia. En los últimos, Bush contribuye a ahondar aún más esa percepción.

¿Qué ha hecho hasta ahora Obama? Restaurar la depreciada imagen de los Estados Unidos en el exterior y, a su vez, renovar el contrato de la gente con la política, denigrada por Bush, Berlusconi y una larga lista de líderes que, más allá de sus índices de adhesión popular, viven empeñados en confundir lo público con lo privado en beneficio personal. La audacia de la esperanza no alcanza por sí misma: Obama prohíbe la tortura en los interrogatorios de sospechosos de terrorismo, pero, fiel a la tradición, no juzga a su antecesor; rubrica el plazo fijo para el retiro de las tropas de Irak en 2010, pero refuerza el poderío bélico en Afganistán, y decide el cierre de Guantánamo, pero se encuentra con un laberinto legal de difícil resolución.

¿Merece el galardón? Borges muere sin el Nobel de Literatura. Gandhi tampoco recibe el suyo por su aporte a la paz. Otros son premiados en circunstancias más complejas que la final de las grandes ligas de béisbol y, después, hasta podrían ser juzgados por crímenes de lesa humanidad. “¿Qué ha conseguido Obama? –protesta el presidente del opositor Partido Republicano, Michael Steele–. Es desafortunado que su popularidad haya eclipsado a defensores incansables que han alcanzado logros reales trabajando por la paz y los derechos humanos.” Ni Borges dejará de ser Borges ni Gandhi dejará de ser Gandhi sin el Nobel ni «un mundo sin armas nucleares», propuesto por Obama, se concretará anteayer.

Obama es un norteamericano atípico, más allá del “bronceado” apreciado por Berlusconi, con raíces en Kenya, infancia en Indonesia y evolución en los estratos más bajos y olvidados de su propio país. No recibe una compensación por los resultados, sino un crédito por sus intenciones. “Honestamente, no creo merecerlo”, se excusa en un correo electrónico personalizado con el nombre de pila de cada destinatario.

¿Es un premio para Obama o un castigo para Bush? “Si quieres la paz, no hables con tus amigos; habla con tus enemigos”, aconseja desde otro mundo y otro tiempo el político y militar israelí Moshe Dayan. Está en el plan de Obama, a menos que el planeta se ponga tan bravo que hasta la esperanza sea una audacia.



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