África mía




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La decencia política exaltada por Obama tropieza con una realidad estremecedora

En 1989, la casi ignota República Togolesa tenía la única comisión gubernamental de derechos humanos de África. En 2000 llegaron a ser más de 20. Eran puras pantallas: no protegían a la gente; encubrían los abusos y los crímenes ordenados por las autoridades. Esas oficinas nacían camufladas con la venia y la financiación de las Naciones Unidas y, después, quedaban a merced de los gobiernos. Sólo las instaladas en Sudáfrica, Uganda y Ghana, entre más de 50, trabajaban con cierta eficacia y relativa independencia, según Human Rights Watch.

En el reino de Tarzán, las atrocidades aceitan la corrupción y, a su vez, la corrupción legitima las atrocidades. El presidente de facto de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, y su hijo homónimo, alias “Teodorín”, gastaron varios millones de dólares en propiedades en los Estados Unidos, según una comisión investigadora del Senado norteamericano; la mayor parte de la población del país, rico en petróleo, sobrevive con menos de un dólar por día. En el traje de teflón de “Teodorín” resbala el conflicto de intereses que entraña ser empresario maderero y ministro de Bosques: dilapidó un millón y medio de dólares en alojamiento, coches y fiestas durante un solo fin de semana en Ciudad del Cabo, Sudáfrica.

Algo usual en un playboy como él. Tan usual como los derroches en manjares en cada cumpleaños del presidente fraudulento de Zimbabwe. En ese país, 94 de cada 100 personas no tienen empleo y dependen de las Naciones Unidas para comer mal y salteado; la inflación rozó el astronómico índice del 231 millones por ciento. Nada impide las parrandas de Robert Mugabe, de 85 años. Ni las parrandas ni su ira por la persecución de uno de sus pares: ¿cómo se le ocurrió al Tribunal Penal Internacional (TPI) dictar el 4 de marzo una impiadosa orden arresto contra el presidente de facto de Sudán, Omar al Bashir, responsable de 300.000 muertes y tres millones de desplazados en la turbulenta región de Darfur?

La Unión Africana y la Liga Árabe, tan comprometidas con la defensa de los derechos humanos y la lucha contra la corrupción como Osama bin Laden con la paz mundial, rechazaron la impertinencia del TPI a pesar de ser sus signatarios: no iban a entregar a uno de los suyos al tribunal que juzga al ex presidente liberiano Charles Taylor por los crímenes cometidos durante la guerra civil de Sierra Leona, próspera en mutilados entre 1991 y 2002. Las acompañó en la indignación Hugo Chávez, solidario con Bashir y otras causas que supone justas.

En su marabunta de apartheit, genocidios, niños soldados, piratería y epidemias, empeorada por una pavorosa legión 1000 millones de hambrientos en todo el mundo, Barack Obama quiso ser fiel a sus raíces y templar el espíritu africano. No eligió la Kenya de su padre ni la Sudáfrica de Nelson Mandela, sino Ghana, el primer país en zafarse de las ataduras coloniales en 1957 y uno de los más respetuosos de la democracia desde 1992: “Si yo pude, ustedes pueden. Pueden sacar a África del ciclo de desgobierno y crear un futuro mejor”. Yes, you can!

Lo simbólico, como haber recorrido con su mujer y sus hijas los galpones en los que se hacinaban los esclavos antes de zarpar hacia América, tropieza con la realpolitik. Los Estados Unidos niegan tener ambición imperial; China tampoco hace alarde de ella. En África, sin embargo, fluye la rivalidad.

En 2008, el gobierno de Hu Jintao metió baza en el comercio: el intercambio con el continente llegó a 107.000 millones de dólares; el numerito, 10 veces mayor que en 2000, es cuatro veces superior a la ayuda que recibe África mientras sus presidentes invierten sus fortunas en el exterior. En China encontraron el aliado perfecto por su indiferencia frente a la corrupción y a valores que, como la democracia y los derechos humanos, Occidente pretende inculcarles después de haber explotado a su gente y sus riquezas.

En algunos países, China mandó construir caminos, aeropuertos y puertos para trasladar las materias primas que compra; creó el servicio más escaso en la región: empleo.

La sociedad con China permite a los gobiernos africanos ignorar las presiones contra Bashir y otros déspotas: ocupa una banca permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, capacitado para posponer el proceso por un año, y renovarlo al siguiente, si invoca el artículo 16 del Estatuto de Roma.

En otros tiempos no había león que rugiera durante la siesta de los déspotas. Idi Amin, llamado “El Carnicero” por los miles de ugandeses que se cargó en la década del setenta, murió plácidamente, a sus 78 años, en Arabia Saudita. Mobutu Sese Seko, de Zaire (República Democrática del Congo), y Mohammed Siad Barre, de Somalia, también pasaron a mejor vida en el exilio sin juicio ni castigo. El ex dictador etíope Mengistu Haile Mariam, condenado a muerte en ausencia por genocidio, halló juerga y refugio en los dominios de Mugabe.

“Solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado”, escribió Nietzche. Como ninguno construyó el futuro, el pasado no tuvo derecho a juzgarlos. De no cambiar, África no alcanzará un estándar de vida aceptable hasta el año 2353, según Social Watch. Yes, you can? El estómago tiene razones que el corazón no entiende.



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