El desempleado del mes




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Los escandalosos gastos de los diputados británicos forzaron la renuncia del speaker

Divertido no es lo contrario de serio; divertido es lo contrario de aburrido, y nada más. ¿Qué se perdió el escritor británico G. K. Chesterton, autor de este ingenioso enunciado, por haber vivido en la bisagra de los siglos XIX y XX en lugar de ser contemporáneo del primer ministro Gordon Brown y del líder de la oposición conservadora, David Cameron? La oportunidad de presenciar la primera separación de un speaker o presidente de la Cámara de los Comunes en más de 300 años. Le hubiera resultado un hecho divertido y serio a la vez: divertido por la vulgaridad de haber cobrado reintegros hasta por los taxis usados por su esposa y serio por sus implicancias políticas.

La renuncia de Michael Martin, máxima autoridad del Parlamento de Westminster, no se debió sólo a los gastos que cargó a su nombre en el erario público, sino, también, a su falta de liderazgo y su proverbial incompetencia para reformar el sistema de reembolso de los diputados. Las magras dietas eran compensadas con rendiciones de gastos por conceptos tan diversos y extravagantes como la limpieza de piscinas, la construcción de una casa para patos, los arreglos de canchas de tenis y la compra de televisores de plasma, muebles de diseño y otros lujos asiáticos.

Nada tenía de aburrido vivir de ese modo en Londres, una de las ciudades más caras del mundo. Mucho tenía de deshonesto: los reembolsos, según las reglas, debían compensar “total, exclusiva y necesariamente” la labor de los diputados, no sus gastos personales en alfombras, sillones o tampones. El despilfarro, ventilado por goteo, asestó un formidable golpe a los políticos más allá de sus filiaciones partidarias: quedaron como viles aprovechadores de un sistema curiosamente lícito frente a una ciudadanía inquieta por el desempleo y la recesión. “Parecía, pues, que concedieran mucha importancia a los políticos y que todo en ellos fuera importante menos su política”, hubiera soltado Chesterton.

Ningún diputado violó la ley. En 1695 hubo razones de mayor calado para destituir al entonces speaker, John Trevor: aceptó un soborno por la sanción de un proyecto de ley. Martin, el primero de credo católico desde el reinado de María Tudor, había terminado con la tradición de usar pantalones negros y zapatos con hebillas plateadas. Quiso que su cargo, concedido hasta el siglo XVII a delegados de la corona, no se limitara a pedir orden en el recinto, asignar la palabra a los diputados y representar al cuerpo ante la reina, los lores y otras autoridades. Y, hasta último momento, quiso responder como otro de sus antecesores, William Lenthall, en 1642: “No tengo vista para ver ni lengua para hablar en este lugar”.

¿Tenía conocimiento, al menos, del daño que el sistema de reembolsos estaba causándole a “la madre de los parlamentos”, como supo definir a Inglaterra, en 1865, el reformista John Bright? No hubo corrupción, sino abuso en coincidencia con la crisis global. Mal momento para digerir cada mañana, desde el 8 de mayo, las urticantes primicias de The Daily Telegraph, al parecer compradas a un ex empleado parlamentario que se habría apropiado en forma indebida de copias de las rendiciones de gastos. Otro diario, The Times, rechazó una oferta para comprar un disco con dos millones de evidencias de ese tipo.

Escándalos políticos hubo siempre. En 1802, el periodista James Thomson Callender reveló en The Richmond Recorder que el tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, tenía relaciones e hijos con una esclava mulata mucho menor que él, Sally Hemings. Eran, según el léxico empleado por Bill Clinton tras su amorío con Monica Lewinsky, relaciones “inapropiadas”. En ellas incurrió también, durante la Guerra Fría, John Profumo, ministro de Defensa británico: su prometedora carrera se vio truncada por haberse liado con Christine Keeler, amante en forma simultánea del agregado naval de la Unión Soviética, coronel Eugene Ivanof. Lo excomulgaron de la política por haber puesto en riesgo la seguridad nacional.

Nada de eso ocurrió esta vez. En sus tiempos, Chesterton observó: “El periodismo consiste esencialmente en decir que lord Jones ha muerto a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo”. Pocos sabían que Martin estaba vivo. Cayó, sin embargo, por la misma razón que Eliot Spitzer, gobernador de Nueva York y asiduo cliente de prostitutas caras en clara contradicción con la cruzada que había emprendido como fiscal contra la corrupción y la prostitución. En ambos casos, el seguimiento de la ruta del dinero, en boga desde la voladura de las Torres Gemelas para capturar terroristas, precipitó el desenlace: debieron  disculparse y marcharse.

A diferencia de Spitzer, Martin no mintió ni incurrió en actos de corrupción, pero echó mano en beneficio propio de fondos públicos: veintitrés diputados firmaron una moción de “no confianza” en su persona por haber cobrado por la hipoteca saldada de su residencia en Escocia mientras vivía cerca del Big Ben, así como por comida de mascotas y fertilizantes orgánicos. En beneficio propio, también, convalidó un sistema que pudo haber considerado incorrecto desde el momento en que los diputados tenían la degradante obligación de presentar recibos de legitimidad dudosa para redondear dietas indecorosas. “Un loco pierde todo, menos la razón”, hubiera repuesto Chesterton, aburrido de estar divertido.



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