La guerra del cerdo




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Entre las amenazas para el mundo, una pandemia viral se equipara con el terrorismo

En octubre de 2008, el gobierno de México temía una inminente pandemia de gripe. “El nuevo virus, con características propias, no respetará fronteras y su propagación por el mundo será muy rápida”, prevenía la Secretaría de Salud en su Manual para la preparación de instituciones ante una pandemia de influenza. No precisaba cuándo iba a aparecer ni dónde iba a emprender su errático derrotero, pero suponía efectos devastadores: el contagio del 25 al 35 por ciento de la población mundial, traducido en “decenas de millones de muertes”, así como hospitales desbordados y pérdidas siderales. Las dantescas conjeturas se basaban sobre la virtual propagación de una variante recargada de la gripe aviar.

La crisis económica había estallado un mes antes; prometía expandirse como ahora la gripe porcina. En México, según el Comité Nacional para la Seguridad en Salud, un cuarto de la población podía infectarse y el 17 por ciento podía quedar a merced de un “alto riesgo de complicaciones”. El gobierno de Felipe Calderón estaba concentrado en la guerra contra el narcotráfico, causante de miles de muertes. Era tan incierto que el virus brotara en su territorio y burlara sus fronteras como, en otro país, la emersión de un volcán de magnitud inaudita que, al entrar en erupción, inyectara gases en la atmósfera y bloqueara los rayos solares.

Todo es posible en la dimensión desconocida. En ella bucearon diez científicos convocados en 2005 por el diario británico The Guardian: coincidieron en que la hipótesis del insospechado volcán es una de las mayores amenazas para la humanidad, así como una profusión en gran escala de atentados terroristas y la declaración de una pandemia viral. «A un virus no le interesa matar a todos sus huéspedes, por lo que es improbable que arrase con la raza humana, pero podría causar serios retrocesos –advertía María Zambon, viróloga del Health Protection Agency’s Influenza Laboratory, del Reino Unido–. Nunca podremos estar preparados para lo que hará la naturaleza: ella es la máxima bioterrorista.”

De eso se trata: de una guerra contra un enemigo invisible cuyo principal aliado resulta ser el pánico colectivo. La crisis económica, con su secuela de inestabilidad, hace más vulnerable a la gente frente a circunstancias inesperadas. El drama de las hipotecas en los Estados Unidos no dejó piedra sobre  piedra en ningún rincón de la Tierra. En él, como en el brote de gripe porcina, cumple su rito el llamado efecto mariposa: “El simple aleteo de una mariposa en el otro lado del planeta podría introducir perturbaciones en el sistema que modifiquen el comportamiento esperado”. La deducción del matemático y meteorólogo Edward Lorenz se ve reflejada en la paranoia desatada en distintas latitudes por este nuevo desafío.

Con él, el mundo se recuerda a sí mismo que no es un sitio seguro, sensación que también causan los tsunamis, los terremotos, los huracanes, las guerras y el terrorismo, y que, en realidad, depende de un equilibrio tan delicado que cualquier descuido puede alterarlo. De pronto, un estornudo adquirió el rango de arma de destrucción masiva y un mexicano o alguien procedente de su país pasó a ser el potencial sospechoso de una masacre. El simple aleteo de una mariposa en La Gloria, pueblo de Veracruz dedicado a la cría de cerdos, pudo haber contagiado la gripe porcina en Hong Kong y Corea del Sur.

Plagas de ribetes bíblicos hubo muchas: el cólera, la peste bubónica, la tuberculosis y el sida, entre otras, resultaron más mortíferas que los ejércitos. Hasta que se descubrió la vacuna contra la viruela, a fines del siglo XVIII, casi medio millón de europeos moría por año a causa de ella. Las prevenciones del gobierno mexicano ante una pandemia surgieron de la proyección de los estragos provocados por la gripe española, de 1918. Ese año concluyó la Primera Guerra Mundial: dejó 10 millones de muertos en cuatro años. El virus, esparcido por las aves, liquidó en la mitad de ese tiempo a 40 millones de personas, la actual población argentina. Terminó siendo cuatro veces más dañino que la guerra.

La gripe española no debió su nombre a España, sino a los periódicos escritos en esa lengua que, exentos de la censura usual en los países involucrados en la Gran Guerra, divulgaban su existencia. La llevaron a Europa las tropas norteamericanas, en 1917. En el siglo XX hubo dos pandemias más: las gripes asiática, de 1957, y de Hong Kong, de 1968. Los azotes de la gripe aviar y del síndrome agudo respiratorio severo (SARS), tras la voladura de las Torres Gemelas, equipararon a las pandemias con el terrorismo y el virtual volcán entre las amenazas para la humanidad, aunque la peor sea el hombre.

Si no reduce las emisiones de dióxido de carbono que calientan el planeta, la vida no será fácil en un par de décadas. El aviso entraña un reto: cada vez hay menos tiempo para adaptarse a un sistema más limpio que los combustibles fósiles. Ni las rarezas del tiempo ni las inundaciones, las sequías y la aparición de enfermedades letales aplacaron en los últimos años la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera. En ello, como en la merma de los viajes en avión cual vacuna contra la gripe porcina, no prima la voluntad de salvar el planeta, sino la crisis económica. Y la culpa no es del chancho.



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