A brazo partido




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El saludo de Michelle Obama a la reina Isabel inició una nueva era

En el Salón Oval había un busto de Winston Churchill. Barack Obama ordenó retirarlo. Tras su primera visita al nuevo presidente de los Estados Unidos, Gordon Brown debió llevárselo al Reino Unido. Había sido un préstamo de Tony Blair a George W. Bush. Era el testimonio del vínculo que iban a tejer desde 2001. Lo coronaron con la declaración conjunta de la guerra contra Irak. En sus memorias, “el negro de nombre extraño”, como se define a sí mismo Obama, aborrece las torturas padecidas por su abuelo en Kenya durante el régimen colonial británico. La “relación especial” entre ambos gobiernos, nutrida por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, entre otros, pasó a llamarse “sociedad especial”.

Después de la histórica decisión del G-20 de reformular la arquitectura financiera trazada al final de la Segunda Guerra Mundial, Obama bromeó en Londres sobre la posibilidad de que Franklin Roosevelt y Churchill hubieran negociado, “en torno a una copa de coñac”, un acuerdo de esa magnitud. Habría sido distinto. Tanto, quizá, como la dimensión de un cambio formidable que, en medio de la peor crisis económica de la historia moderna, quedó relegado a los chismorreos de pasillo: el abrazo entre Michelle Obama y la reina Isabel II de Inglaterra, más allá de la ruptura del estricto protocolo del Palacio de Buckingham, representó un encuentro entre dos generaciones y, sobre todo, entre dos mundos.

A diferencia de su marido, Michelle no quiso explorar sus raíces familiares. Su tesis de sociología en la Universidad de Princeton, presentada en 1985, versó sobre la discriminación racial entre los estudiantes. Tenía vedado desde niña un tema crucial: la esclavitud. Su tatarabuelo, Jim Robinson, nació y vivió en esa triste condición. Hasta enero de 2008, ella no supo que su bisabuelo, Fraser, “era un hombre con un brazo amputado” que fabricaba zapatos con el único brazo que tenía. Había sido analfabeto y había vivido, con otros esclavos, en estrechos barracones de madera. Perdió el brazo derecho a los 10 años mientras cortaba leña en el bosque.

Cobran otro valor, de ese modo, los esculturales brazos desnudos de Michelle, exhibidos sin pudor en el Capitolio, durante el primer discurso del Estado de la Unión pronunciado por su marido, y en la foto oficial de la Casa Blanca, así como en las portadas de las revistas Vogue, de febrero, y People, de marzo. Cobran un valor que excede haber marcado tendencia en la moda femenina (los vestidos sin mangas en el invierno boreal) y haber devuelto protagonismo a una parte casi ignorada del cuerpo.

De su bisabuelo manco se apiadó uno de los hijos del dueño de la plantación de arroz de Georgetown, Carolina del Sur. Lo protegió. Le transmitió las enseñanzas que recibía de sus maestras. Michelle rodeó ahora la cintura de la reina Isabel y, sin atender el protocolo, recibió un trato similar.

“Si el patriarca de nuestro linaje era un hombre con un brazo amputado que fabricaba zapatos con el brazo que le quedó, un hombre capaz de construir su propia vida con esfuerzo y determinación, ese fue seguramente el mensaje que le llegó a mi abuelo», concluyó apenas conoció la historia. Empezaban las primarias demócratas: en una iglesia se reunieron unos 30 descendientes del primer Robinson, enterrado en 1888 en un cementerio para la población negra repleto de tumbas anónimas.

Del Sur, la familia marchó hacia el Norte. Ella, “hija de una ama de casa y un obrero”, nació en el sur de Chicago, la zona pobre. Conoció a Obama en un estudio de abogados de su ciudad. En la primera cita vieron la película Do the right thing (Haz lo que debas), de Spike Lee. Con ese muchacho, un colega “de nombre raro”, compartía “valores”, como la perseverancia para alcanzar una meta y el respeto a la palabra y a la dignidad de los demás en un país signado por la segregación racial hasta bien entrado el siglo XX.

De niña, Michelle había asimilado retazos sueltos de la saga familiar narrados en forma incompleta por su abuelo Fraser. La plantación de arroz había sido un comienzo distante y, por decisión familiar, casi censurado, como la mayoría de los derroteros de los casi cuatro millones de esclavos acarreados a los Estados Unidos en vísperas de la Guerra Civil. Sólo a los 10 años, la edad a la cual su bisabuelo perdió el brazo, ella estuvo por primera vez en Georgetown: los abuelos celebraban las bodas de oro en la casa de madera que Fraser había construido con un solo brazo.

Los brazos de Michelle, esculpidos en tres sesiones de gimnasia semanales con un entrenador personal, debieron sostener, durante la campaña, el peso de sus propias palabras: “Por primera vez me siento orgullosa de mi país”, espetó en alusión a la candidatura presidencial de su marido. La tildaron de angry black woman (mujer negra enfadada). Lidió con ese mote hasta que, tras pronunciar un emotivo discurso redactado por ella misma en la Convención Demócrata de Denver, prefirió ser “la mamá de Malia y Sasha”, también nacidas en el sur de Chicago.

La vida iba darle otra sorpresa. Poco antes de las elecciones de noviembre, la Sociedad   Genealógica Histórica de Nueva Inglaterra, institución sin fines de lucro fundada en 1845, reveló que Obama, cuya madre era de Kansas, es primo lejano de seis presidentes norteamericanos: los Bush, Gerald Ford, Lyndon Johnson, Harry Truman y James Madison, así como del actor Brad Pitt y, curiosamente, del ex primer ministro británico Churchill. Del busto de él se deshizo no bien arribó al Salón Oval, acaso como un rechazo silencioso al imperio que alentó el comercio de esclavos. En Londres, después de haberse forjado a brazo partido, su mujer se atrevió a vulnerar el protocolo y, tal vez, a reconciliarse con la historia.



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