Si hay miseria, que no se note

La egolatría lleva a algunos gobernantes a desentenderse de las urgencias de la gente




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Cada 21 de febrero, Robert Mugabe se celebra a sí mismo. Es su cumpleaños. Y no escatima gastos. Esta vez, a sus 85 años, el dictador vitalicio de Zimbabwe se agasajará con 4000 porciones de caviar, 3000 patos, 8000 langostas, 100 kilos de mariscos, 500 de queso, 16.000 huevos, 3000 pasteles de vainilla y chocolate, 8000 cajas de bombones (preferentemente, Ferrero Rocher), 2000 botellas de champaña (no cualquiera: Moët & Chandon y Bollinger) y 500 de whisky (tampoco cualquiera: Johnny Walker y Chivas). Los invitados, libres del aprieto de hacerle obsequios de dudosa utilidad, depositarán entre 45.000 y 55.000 dólares norteamericanos en una cuenta bancaria abierta para la ocasión.

Si depositaran esas sumas en la moneda nacional de Zimbabwe, Mugabe no recuperaría ni la inversión en velitas. El dólar zimbabwense adelgazó 12 ceros en un vano intento de domar la hiperinflación, estimada en porcentajes jamás imaginados por el Indec. Un dólar norteamericano equivale a 30.000 zimbabwenses. El régimen, clavado como un puñal desde la independencia del Reino Unido en 1980, llegó a imprimir billetes de millones y millones de dólares vernáculos. No es la peor economía de África, sino del universo. Abunda el desempleo; escasea la comida. La población, última en las mediciones mundiales de felicidad, se ve amenazada por el mayor brote de cólera de la historia, así como por la malaria y el sida.

Frente a una crisis humanitaria de esa magnitud, ningún ser con medio milímetro de frente y otro de sensibilidad celebraría su cumpleaños. Ninguno, excepto Mugabe. En la fiesta anterior despilfarró más de un millón de dólares (norteamericanos, desde luego). En esta oportunidad, el antiguo héroe de la lucha contra el régimen racista de Rhodesia del Sur comparte el poder con el líder opositor Morgan Tsvangirai, pero nada altera sus planes.

Ni los suyos ni los de otro déspota tan extravagante como él, Kim Jong Il, a pesar de las penurias de Corea del Norte. En su caso, cada 16 de febrero, fecha imprecisa de su nacimiento en 1942  en la aldea siberiana de Vyatskoye, el régimen comunista saca músculo con desfiles militares en Pyongyang, la hermética capital del país más cerrado del planeta, al son de Mi felicidad está en el pecho del respetado general. El hit del momento.

En 2007, a sus 65 años, “El Querido Líder”, de figura rechoncha, estatura escasa, peinado batido, cuello mao y zapatos de tacón, concedió a la población, por primera vez en la historia, cinco días de vacaciones en honor a sí mismo y a su difunto padre, Kim Il Sung, “El Gran Líder”, “El Eterno Presidente”, fundador de una nación con altos índices de hambruna. En esos días, en un colosal derroche de generosidad, el régimen repartió raciones adicionales de alimentos: medio litro de aceite, un kilo de azúcar, cinco huevos y una botella de licor a cada familia.

La excentricidad y la desidia de los tiranos, nunca exenta de una gran cuota de egolatría, suele coincidir con la pobreza de los pueblos que gobiernan. En Turkmenistán, Saparmurat Niyázov, “El Padre de Todos los Turcomanos” desde 1991, no sólo se celebraba a sí mismo en sus cumpleaños, sino, también, en el almanaque: cambió los meses por los nombres de sus parientes. El ballet iba contra las tradiciones de la ex república soviética, así como los diplomas de las universidades extranjeras, el pelo largo, la barba y el bigote. Los prohibió de cuajo. Antes de morir de un infarto en 2006, a los 66 años, mandó construir un zoológico con instalaciones para pingüinos y pistas de patinaje sobre hielo en el desierto de Karakum, cuyas temperaturas rondan los 50 grados. Nadie acató la orden.

Los excesos, como la corrupción, no respetan ideologías ni fronteras. En anécdotas quedaron los 27.000 euros anuales que gastaba el primer ministro irlandés Bertie Ahern en hidratantes, coloretes, antirreflejos, exfoliantes, cremas y aceites. O los 1500 que invirtió en productos del ramo, entre 1999 y 2005, Tony Blair. O los 11.242 euros de peluquería que su mujer, Cherie Blair, cargó en la cuenta del Partido Laborista. O la fortuna que dilapidó Imelda Marcos, esposa del depuesto dictador filipino Ferdinand Marcos, en sus zapatos (“No eran 3000 pares, sino 1600”, aclaró) mientras su pueblo se moría de hambre.

Por el hambre, precisamente, los líderes del G-8 se reunieron en julio de 2008 en Tokio. Mientras las economías emergentes pedían la intervención de las Naciones Unidas para paliar la crisis, Yasuo Fukuda, George W. Bush, Angela Merkel, Gordon Brown, Silvio Berlusconi, Nicolas Sarkozy, Stephen Harper, Dimitri Medvedev y sus parejas se daban un banquete de 19 platos preparado por chefs japoneses.

Sólo faltaba Mugabe, siempre piadoso de la estrechez ajena. Había asistido un mes antes a la cumbre de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en Roma, donde masas de hojaldre con maíz cocido, muzzarella y salsa blanca; fideos con camarones, y rollos de carne de ternera, regados con vino blanco de Orvieto, atenuaron en él y los otros mandatarios, en su mayoría occidentales y democráticos, el sinsabor provocado por los testimonios de aquellos que comían salteado y, por ello, se guardaban bocadillos en los bolsillos. Quizá para celebrarse a sí mismos en sus próximos cumpleaños.

Jorge Elías
@JorgeEliasInter



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