El amor eterno dura cien días




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La cláusula «compre americano» estrenó contrapuntos entre Europa y Obama

Lo malo no es cometer errores, sino tratar de justificarlos. Pocos estaban dispuestos a aceptar, hasta el reciente foro económico de Davos, que habían cometido errores. No previeron que, como otras veces, el mundo había incurrido en los siete pecados capitales enumerados por Ghandi: política sin principios, riqueza sin trabajo, comercio sin moral, ciencia sin humanidad, placer sin consciencia, conocimiento sin carácter y religión sin sacrificio. Tampoco previeron un año antes, en ese mismo ámbito, que iba a estallar la crisis e iba a derivar en una inquietante ola de proteccionismo y desglobalización en coincidencia con otra ola, aún más inquietante, de hambruna, desempleo y protestas.

Es como si, después de mucho tiempo de convivencia, te acostaras con tu mujer y te despertaras con otra. De igual aspecto; de distinto carácter. De la noche a la mañana, apenas un año entre foro y foro, el planeta debe decidir si la acepta a pesar del abrupto cambio. No tiene alternativa: la  rechaza en su fuero íntimo, pero, apremiado por las circunstancias, se ve forzado a aceptarla. Y, mientras tanto, improvisa con paliativos para aplacar el malhumor social: confirma su fe en la pareja que formó con el capitalismo.

Si Franklin Roosevelt decía en medio de la Gran Depresión que los norteamericanos sólo debían temerle al propio miedo, Barack Obama dice en medio de esta crisis que la humanidad sólo debe temerle a la propia humanidad. La globalización era la panacea hasta que comenzó a ser el problema. Para salvar al mundo, como si fuera el Titanic, cada país debe salir a flote por su cuenta y riesgo. El viejo modelo se desplomó por su peso. En las economías nacionales recayó toda la carga: hay que vender y consumir productos nacionales y, de ser posible, pasar las vacaciones cerca de casa.

Lo predican desde Gran Bretaña con su lema british jobs for british workers (empleos británicos para trabajadores británicos), lanzado por Gordon Brown en respuesta a los reclamos contra italianos y portugueses contratados por compañías nacionales, hasta los Estados Unidos, España, Italia y Francia, entre otros. En julio de 2008, apenas asumió la presidencia francesa de la Unión Europea, Nicolas Sarkozy pensó en voz alta: “Europa, ¿protege o inquieta?”. Inquietaba, no protegía, así que propuso que fuera más proteccionista. En su propio país debió ponerle el pecho en estos días a una multitudinaria huelga general con promesas de rebajas de impuestos y creación de empleos.

Esa tendencia proteccionista estrenó contrapuntos en la remozada relación de los Estados Unidos con sus socios comerciales Europa y Canadá. Obama, cuidadoso de no enviar señales negativas fuera de sus fronteras, instó al Senado a suavizar la polémica cláusula buy american (compre norteamericano), inscripta en el plan de estímulo de la economía de su país. El proyecto original, aprobado por la Cámara de Representantes, estipulaba que en las obras públicas debía utilizarse sólo hierro y acero norteamericanos. Los senadores incluyeron productos manufacturados si se respetaban los tratados de libre comercio y los acuerdos firmados con la Organización Mundial de Comercio; debieron dar marcha atrás.

El amor eterno dura cien días. Los concedió Roosevelt al Congreso para la aprobación del paquete de leyes del New Deal y desde entonces, 1933, son la gracia que pide todo presidente nuevo para ser evaluado. En su discurso inaugural, John Kennedy también aludió a los cien días. Quedaron inscriptos en la historia, mucho antes, como los transcurridos entre la fuga de Napoleón de la isla de Elba y la batalla final de Waterloo, aunque, en realidad, hayan sido 116. Lejos de esos episodios, Obama tiene un enorme capital político en los Estados Unidos y el exterior para probar en sus primeros cien días de gobierno que no incurrirá en los pecados capitales enumerados por Ghandi. Sobre todo, la política sin principios.

Comenzó con la riqueza sin trabajo: propuso una serie de estrictos límites a las remuneraciones de los ejecutivos de las empresas y los bancos que reciban asistencia excepcional del Estado, de modo de asegurarse que inviertan con responsabilidad. La mera idea escandalizó al establishment, ansioso de ser subsidiado por los contribuyentes después de haber dejado un tendal de quebrados y desempleados.

Obama echa humo por las orejas, pero, a diferencia de Roosevelt, no puede pedir al Congreso “el único instrumento que queda para evitar la crisis: un amplio poder ejecutivo para combatir la emergencia, un poder tan grande como el que se me concedería si estuviéramos siendo invadidos realmente por un enemigo extranjero”. Interpreta el malestar general en reciprocidad al romance con la gente: confiesa que le encantaría meter presos a los genios financieros que llevaron la economía al precipicio. El vicepresidente, Joe Biden, se conformaría “con que devuelvan el dinero antes de gastarlo en alquileres semanales de 15.000 dólares en los Hamptons (sitio exclusivo de Long Islands, Nueva York) o en relojes Patek Phillipe”.

La situación es dramática en varios sentidos. Después de la era de las fronteras abiertas para capitales y mercaderías, nunca para personas, el planeta vuelve a clausurarlas hasta nuevo aviso. Los inmigrantes se toparán con muros más altos y aquellos que dejaban en sus manos las tareas sucias, pesadas o manuales deberán retomarlas o capacitarse para ellas. Es como si te despertaras con tu mujer y te recitara a Abraham Lincoln: “Yo no sé nada de economía. Sí sé que si compro un abrigo norteamericano, aquí se quedan el abrigo y el dinero; si lo importo, aquí se queda sólo el abrigo”. No la reconocerías.

En otros tiempos, la cerrazón provocó guerras, conflictos e ignorancia. La apertura, por breve y precaria que haya sido, era una de las virtudes de la globalización, ahora limitada al mundo virtual. Era buena mientras se enriquecía un puñado de gente y, de vez en cuando, repartía sus dividendos. La igualdad de oportunidades, estímulo para nacionales y extranjeros, quedará reducida al documento de identidad. La nacionalidad nunca fue un mérito, pero, en algunos casos, vuelve a serlo. Otro error que muchos se empeñan en justificar.



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