Setenta veces siete




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Kosovo independiente es una buena carta electoral para Putin

Cuando terminó la guerra de Kosovo, los soldados rusos arribaron a la provincia serbia antes que los tanques de la alianza atlántica (OTAN). Era lógico: los militares norteamericanos y europeos no habían puesto un pie en el terreno durante la represalia aérea contra el régimen de Slobodan Milosevic. Era lógico y era, también, una demostración de poder.

Los bombardeos duraron 78 días. Entre el 24 de marzo y el 9 de junio de 1999 hubo 5000 víctimas de un solo lado, el serbio, y ninguna del otro. Con la ayuda de Boris Yeltsin, entonces presidente de Rusia, Milosevic sorteó la regla Galtieri: no cayó de inmediato por la derrota, sino un año y medio después. En ese lapso, los serbios no recibieron de su gobierno una admisión sobre el desenlace de la guerra. Sólo supieron que Kosovo, ocupada por 16.000 efectivos de la fuerza multinacional de paz (KFOR), adquiría el estatus de protectorado.

En él, el Ejército de Liberación de Kosovo (UCK), considerado terrorista, narcotraficante y hasta sospechoso de haber tenido vínculos con Osama ben Laden por el gobierno de los Estados Unidos, pasó a ser la reserva política de la administración paralela. Uno de sus líderes históricos, Hashim Thaçi, ganó las elecciones del 17 de noviembre de 2007. En tres meses, ungido primer ministro, declaró con el presidente, Fatmir Sejdiu, la independencia de Kosovo. La proclamaron en forma unilateral, pero con la venia de George W. Bush y de la mayor parte de los mandatarios europeos.

Frente a ello, causa de los ataques contra embajadas occidentales en Belgrado, el gobierno serbio, presidido por el europeísta Boris Tadic, debió cederle la derecha al primer ministro, Vojislav Kostunica, apóstol del nacionalismo. Y reaccionó. No reaccionó solo: Vladimir Putin acompañó los reclamos por el despojo. Poco antes, Mira Markovic y Marko Milosevic, viuda el hijo del máximo responsable del paulatino desmembramiento de la antigua Yugoslavia, habían recibido asilo en Moscú.

En vísperas del final de sus ocho años en la presidencia y de ser nombrado primer ministro si su delfín, Dmitri Medvédev, gana hoy las elecciones, Putin encontró en Kosovo un espejo de Chechenia: una turba de separatistas que merecía ser reprimida. En los Balcanes, empero, no podía actuar como en casa.

De Putin, los gobiernos occidentales esperaban la democratización de Rusia. Al final de su primer período, en 2004, concluyeron que era una utopía: las revoluciones de colores de Ucrania, Georgia y Kirgistán enfurecieron aún más a un león herido y, a la vez, envalentonado con los altos precios del gas y del petróleo. Cuatro años después, la bonanza y el autoritarismo recrearon épocas que parecían pretéritas. Con la intimidación política, nutrida de asesinatos de periodistas, espías y minorías sumidos en el misterio, Rusia recuperó aquello que creyó perdido como las guerras de los Balcanes: el orgullo.

La independencia de Kosovo coincidió con la campaña proselitista. La razón del rechazo, no obstante ello, es menos coyuntural. Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, los gobiernos occidentales cruzaron el límite trazado por la Guerra Fría. Captaron a países de la órbita soviética con la esperanza de ensanchar a Europa. Desintegrada la Unión Soviética, dueña del segundo arsenal nuclear del planeta, Rusia comenzó a perder su capacidad de influencia y maniobra. Nunca tuvo interés en pertenecer a la OTAN ni a la Unión Europea. Tampoco aceptó prestarse al juego de doble comando que quisieron imponerle Washington y Bruselas.

Los flirteos de los Estados Unidos en la República Checa y Polonia con su escudo antimisiles pudieron ser una intromisión. No tan grave como la independencia de Kosovo, sin embargo. Apenas fue declarada, los mandatarios de Abjasia y Osetia del Sur, regiones separatistas de Georgia, se frotaron las manos y prometieron imitarla.

El carácter separatista de Kosovo llevó a España a oponerse a su independencia: el País Vasco y Cataluña podían considerarlo un buen precedente. Eslovaquia, desprendida de la antigua Checoslovaquia, temió una reacción similar de la minoría húngara que habita su territorio. Hasta la Argentina se mostró prudente: las Malvinas, bajo dominio colonial británico, abogan por la autodeterminación.

Cada país miró primero hacia dentro. Afganistán se apresuró a reconocer la independencia por ser algo así como  un pie musulmán en Europa. También Taiwán, alentada por una futura condena de Kosovo a China. Putin interpretó esa actitud, compartida por Alemania, Italia, el Reino Unido y Francia (a pesar de la presencia de ETA en la frontera con España), como un error estratégico parecido a la invasión de Irak.

Setenta veces siete, el séptimo trozo de la antigua Yugoslavia, Kosovo, declaró la independencia, o legitimó la dependencia, en un momento delicado. Y puso en un aprieto a la Unión Europea, sin baza para amonestar o recompensar a Serbia ni para sofocar los rugidos de Rusia. Los rugidos de Putin, en realidad. Como si, cuatro guerras perdidas después, la Gran Serbia, soñada y alentada por Milosevic, aún fuera posible.



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