El día que me quieras




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Las elecciones primarias despertaron una súbita ola de simpatía por los EE.UU.

En los tempranos sesenta, los mexicanos concluyeron que los Estados Unidos tenían por primera vez un presidente parecido a ellos: John F. Kennedy era católico; profesaba su misma fe. No hubo desde entonces otro con el cual compartieran rasgos en común, más allá de la cuñada mexicana de George W. Bush (Columba, esposa de su hermano Jeb, ex gobernador de Florida). Con Bill Clinton tuvieron un romance: soslayó a la oposición republicana del Capitolio para rescatar al país de la embriaguez financiera provocada por el efecto tequila en 1994.

Aquel gesto, así como su política migratoria, debería ser capitalizado por su mujer, Hillary, entre los mexicanos que, nacionalizados norteamericanos, votan en las primarias demócratas. Lo capitalizó en California y otros Estados con población hispana. Pero, si de identificación se trata, los mexicanos advierten en su adversario, Barack Obama, un atributo más cercano: tiene la piel de color canela, como la venerada Virgen de Guadalupe. ¿Para qué te voy a decir que no, si sí?, suelen decir. Y algunos, sobre todo aquellos que viven fuera de los Estados Unidos, se inclinan por él.

Créase o no, las primarias demócrata y republicana hicieron más por los Estados Unidos que el aparato gubernamental y propagandístico puesto al servicio de una causa: mejorar en el exterior una imagen que, durante la presidencia de Bush, se vio seriamente dañada por su respuesta al terrorismo. Una imagen más asociada, desde la voladura de las Torres Gemelas, con las mentiras de Irak, los horrores de Guantánamo y el odioso muro que tienden frente a México que con la inmunidad alcanzada frente a la amenaza de atentados en su territorio.

Ningún país recupera en un mes aquello que perdió en casi ocho años. Lejos quedó el brillo del siglo XX, denominado siglo de oro. Desde el comienzo de las primarias, sin embargo, despuntó una tímida señal de reconciliación externa que encontró eco en una corriente de admiración y envidia (sí, envidia) por la corrección de los debates, los actos, los comicios y los candidatos. Algunos de ellos, a la luz de los resultados parciales y de sus perspectivas remotas, despejaron el camino para que otros, como John McCain entre los republicanos, apunten directamente a las presidenciales del 4 de noviembre.

Esa generosidad y astucia, poco frecuente en otras latitudes, despertó, o espabiló, una incipiente ola de simpatía hacia los Estados Unidos, inusual en el gobierno de Bush. Despertó simpatía y, acaso, envidia. La envidia no siempre es mala: puede ser el deseo honesto de imitar alguna cualidad que otro posee. Y es, también, la base de la democracia. Lo dejó escrito Bertrand Russell: decía que las mujeres compiten entre sí y que los varones, por regla general, sólo experimentan ese sentimiento hacia los varones que ejercen su misma profesión.

La envidia no alentó a Hillary a competir con otras mujeres ni a Obama a experimentar ese sentimiento hacia sus pares. Las primarias no tienen sexo ni color ni edad, sino diversidad y contrastes. La mera posibilidad de que una mujer experimentada (Hillary), un joven afroamericano (Obama) o un veterano de Vietnam en edad de retiro (McCain), senadores todos ellos, llegue a ser el primer presidente en su tipo de los Estados Unidos capta la atención internacional. Porque, en realidad, los norteamericanos no eligen a los dos candidatos a presidente de su país, sino al presidente del país que, por varias razones, puede regir los destinos del planeta. De ahí la trascendencia y, en cierto modo, la comparación con el proceso, si lo hay, en otros países.

Todo el mundo, en teoría, querría votar a la persona más poderosa de la Tierra. En momentos excepcionales surgen líderes excepcionales. A veces, a pesar de la envidia. Russell suponía que Napoleón envidiaba a César, que César envidiaba a Alejandro y que Alejandro envidiaba a Hércules, que nunca existió. En una circunstancia especial, como la que atraviesan los Estados Unidos con su bajo índice de popularidad por arrogancia y desdén, una parte del planeta mira con recelo y la otra mira con envidia las primarias. Y, de pronto, cambia la impresión. Llueven los elogios.

Sea Hillary, Obama o McCain, el sucesor de Bush deberá lidiar con retos fenomenales, como la economía doméstica, los planes de salud, la inmigración, el terrorismo, el desenlace de Irak, el desafío de Irán, el conflicto de Medio Oriente, el caos de Paquistán, el embrollo de Afganistán, las pretensiones de Rusia, las ambiciones de China y los estragos del calentamiento global, entre otros.

El supermartes o martes tsunami, con poco menos de la mitad de los Estados del país en juego, resolvió poco y nada. Entre los republicanos, McCain procura ser el reverso de Bush, por más que haya propiciado el refuerzo de las tropas en Irak. Entre los demócratas, Obama pretende ser el apóstol del cambio, al igual que JFK en su tiempo. Vaya coincidencia: los mexicanos perciben en él un aire familiar y, a su vez, el clan Kennedy apoya su candidatura. ¿Para qué te voy a decir que no, si sí?, pues.



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