Dos pájaros de un tiro




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Chávez se distanció de España y cortó con Colombia, pero, de pronto, apareció la prueba de vida de Ingrid Betancourt

En palabras del Ralf Dahrendorf, “no puede sorprender si muchos llegan a la conclusión de que la democracia significa precios altos, desocupación elevada, bajos ingresos para la mayoría y ganancias especulativas para unos pocos. ¿Para qué ir a votar si éste es el resultado? De hecho, ¿para qué aceptar la democracia?”. No pintó de este modo el eminente filósofo, filólogo y sociólogo alemán, nacionalizado británico, un fresco contemporáneo y original de América latina, enajenada muchas veces por el desánimo y el escepticismo, sino uno de Europa del Este después de la caída del Muro de Berlín y de la desintegración de la Unión Soviética.

En esa vasta región, el final de la nomeklatura y de la Guerra Fría inauguró una nueva era. El cambio, propiciado por la doble estrategia de Gorbachov de glasnost (apertura) y perestroika (reforma), pretendió engendrar una revolución. El desafío, empero, era cómo domesticar el poder, no cómo eliminarlo. No hubo entonces una revolución, sino, según el historiador británico Timothy Garton Ash, un híbrido llamado refolución (reformas drásticas ordenadas desde arriba). Eso llevó a apuntar a Dahrendorf en su libro El recomienzo de la historia: “Las revoluciones, parece, crean tantos problemas como los que resuelven”.

En América latina, sometida al atraso por el militarismo, el narcotráfico, el caudillismo, la corrupción y el estatismo, el cambio comenzó una década después de la refolución de Europa del Este. Comenzó en 1999 con la mentada revolución bolivariana de Hugo Chávez, primera esquina del socialismo del siglo XXI. Esa revolución, con reformas drásticas ordenadas desde arriba, tuvo mucho de refolución. No surgió de las bases ni provocó una transformación radical del orden establecido, como ocurrió en 1789 con el ancien régime francés. Tampoco sumó voluntarios en el vecindario, excepto en donde los petrodólares compraron voluntades.

La revolución o refolución bolivariana coincidió con una ola general de rechazo a los partidos políticos, especialmente los tradicionales; en Venezuela, la Acción Democrática y el Copei, desacreditados por haberse turnado durante décadas en el gobierno sin mayores méritos que haber favorecido a una elite. En ese vacío y en el dejado por la oposición en 2005, por el cual el oficialismo “rojo, rojito” se alzó con la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional, encontró Chávez el pretexto de sus planes revolucionarios o refolucionarios.

El declive de los partidos en Europa del Este, según Dahrendorf, reflejaba el declive de las clases sociales. Habían desaparecido el antiguo proletariado y la vieja burguesía. En su lugar emergió una clase media, comprimida entre una minoría rica y una mayoría pobre. La falta de clases sociales definidas impide que las organizaciones sean duraderas y quita legitimidad a los partidos, antes considerados hogares políticos.

En esas condiciones prospera el populismo, representado por líderes que ingresan en la política desde sus márgenes y, con la ayuda del Estado, crean agrupaciones con nombres de partidos, como Chávez con su inicial Movimiento V República, Evo Morales con su Movimiento al Socialismo, Silvio Berlusconi con su Forza Italia y Jörg Haider con su Partido Austriaco por la Libertad. Todo gira alrededor de ellos. Y, en su afán de mostrarse más revolucionarios que refolucionarios, reaccionan con vehemencia frente a aquello que hiere sus sentimientos o despierta sus resentimientos.

El temor de la gente fomenta el populismo. El temor a las minorías, el temor a los extranjeros, el temor a la carestía de vida, el temor al desempleo, el temor a estar peor. Sobre el temor, un líder de esas características prescinde de la moderación, construye su base de poder y, si puede, procura expandirla.

Eso quiso recriminarle a Chávez el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, antes de que ambos gobiernos cortaran relaciones por su malograda mediación ante las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para lograr la liberación de rehenes. Eso quiso recriminarle, también a Chávez, el rey Juan Carlos de España con su célebre reacción en la XVII Cumbre Iberoamericana: “¿Por qué no te callas?”.

¿Por qué no se calla? En un rato, y en vísperas del referéndum por la segunda reforma constitucional de su gestión, Chávez mató dos pájaros de un tiro: congeló la relación con España hasta que el rey se disculpe (es decir, nunca) y rompió con Colombia. Rompió algo más que la relación: quebrantó la confianza que Uribe había depositado en él.

Las pruebas de vida de Ingrid Betancourt y de otros rehenes de las FARC alteraron súbitamente la ecuación.

“Necesitamos mediación contra el terrorismo, no legitimadores del terrorismo”, obtuvo como magra paga por su labor. La aparición de las pruebas de vida de Ingrid Betancourt y de otros rehenes de las FARC alteró súbitamente la ecuación. ¿Mató Uribe dos pájaros de un tiro, también, o Chávez tenía esa carta reservada?

En el léxico habitual de Chávez, Uribe pasó a ser un «triste peón del imperio», novedosa categoría después de haber llamado «lacayos y cachorros del imperio» a los ex presidentes Vicente Fox (de México), tildado también de “irresponsable, fantoche y prepotente”; Alejandro Toledo (de Perú), y José María Aznar (de España), “un verdadero fascista de la extrema derecha mundial, lacayo de George Bush”.

El populismo no tiene muchos secretos: confunde. Sus líderes prometen como loros el oro que el moro nunca alcanza. Mienten por sistema, desgarran el tejido político, envenenan el espíritu público y alimentan la discordia civil, según el historiador mexicano Enrique Krauze. A su juicio, Chávez adulteró la esencia de la democracia, coartó las libertades y plantó en su pueblo la mala hierba del rencor social con una única e irrenunciable vocación: permanecer en el mando, esencia de la nueva reforma constitucional.

El desencanto de la gente, como en Europa del Este, terminó apuntalando su revolución o refolución bolivariana, con sucursales en Bolivia y Ecuador, filial en Nicaragua y bendición de Cuba. Con su socialismo del siglo XXI, Chávez restituyó casi dos décadas después de la caída del Muro de Berlín y de la desintegración de la Unión Soviética aquello que Gorbachov quiso abolir con su glasnost y su perestroika.

Los beneficios de la globalización, esos que todos quieren compartir, no estaban entonces en discusión. Desde Marx, la meta consiste en encarrilar la política y la economía en la misma dirección. En América latina, desde finales de los noventa, cambió el discurso político, pero no viró un ápice el rumbo económico. Rever contratos del Estado con las compañías españolas, como amenazó Chávez, o nacionalizar los hidrocarburos, como dispuso Morales, no entraña una revolución, sino una reformulación de tono político.

Si en Europa del Este, con su apertura y su reforma, hubo una refolución, menos tenor tiene el cambio que, con el nombre de revolución, recorre los Andes. En especial, en Venezuela, Bolivia y Ecuador, con sus reformas constitucionales.

En palabras de Dahrendorf, “la guerra es para la derecha lo que las revoluciones son para la izquierda: la suspensión de la sociedad normal”. O de la normalidad. En ambos casos, la vida privada y los acontecimientos públicos dejan de ser parte de la historia. Y la historia se convierte, o se degrada, en una biografía.



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