No soy monedita de oro pa’ caerles bien a todos




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Las diferencias entre el rey y Chávez resumieron las dificultades que tienen España y la región para vincularse entre sí

Al son de una ranchera, Hugo Chávez insinuó apenas arribó a Santiago, Chile, sede de la XVII Cumbre Iberoamericana, que algo tramaba: “No soy monedita de oro / pa’ caerles bien a todos; / así nací y así soy, / si no me quieren, ni modo”, desafinó. Iba a ser la primera gota de una lluvia de agravios e indiscreciones que pretendió que fueran divertidos, pero que, en realidad, no causaron gracia a nadie. En Venezuela, la inminente reforma constitucional, pasaporte para su reelección indefinida y otras delicias del socialismo del siglo XXI, había dejado un tendal de heridos entre estudiantes universitarios que se lanzaron a rechazarla en las calles.

Lejos de reparar en ello, cada vez más encerrado en su laberinto, Chávez creyó que el foro iberoamericano era algo así como una reunión de consorcio. Le dijo a su par brasileño: “Lula, ahora que eres un magnate petrolero, ¿por qué no te animas con una Petroamazonia?”. Le espetó al secretario general iberoamericano, Enrique Iglesias: “¿Todavía no te han nombrado virrey?”. Y le aconsejó a su par argentino: “Néstor, no te metas en ese club de ex presidentes que andan agrediendo, sobre todo a mí; que hacen foros, y que andan por Europa hablando de la amenaza comunista”. De todos ellos recibió sonrisas sin humor como respuestas.

A tono con la hispanidad reinante, en un ámbito del cual no participan los Estados Unidos, Chávez no cargó tintas, esta vez, contra Mr. Danger (Señor Peligro), alias George W. Bush, sino contra uno de sus socios en la guerra contra Irak, el ex presidente español José María Aznar. Lo tildó de “fascista”, así como a los Estados Unidos, la derecha internacional, CNN y los medios de comunicación venezolanos. La ranchera de Cuco Sánchez, uno de los últimos románticos de la canción mexicana, era su mejor pretexto: “No soy monedita de oro / pa’ caerles bien a todos…”, martillaba.

A esas alturas, Aznar ya era “el jefe del club” en el que no debía inscribirse Kirchner. “Un fascista a toda carta” que, según Chávez, respaldó el golpe de Estado por el cual estuvo 47 horas fuera del Palacio de Miraflores en 2002. Más visceral que diplomático, el rey Juan Carlos soltó entonces su inmediatamente célebre: “¿Por qué no te callas?”. Lo soltó y, poco después, susurró al oído de José Luis Rodríguez Zapatero: “Tú sigue aquí, pero yo me voy para que se note que protestamos”. En ese momento, Daniel Ortega, aliado de Chávez, arremetía contra la maldad de España y sus compañías y sus bancos en presunta complicidad con los Estados Unidos.

¿Quién era el rey para desairar a Chávez y, a su vez, quién era Chávez para insultar a Aznar? En los días posteriores, Chávez acusó al rey de “amenazante, iracundo, desnudo en su prepotencia” y a Rodríguez Zapatero de haber defendido a un “fascista”. La ranchera “No soy monedita de oro / pa’ caerles bien a todos…” encajaba perfectamente: había sido su pintoresca advertencia de que algo tramaba desde el comienzo. De ahí, quizá, los escasos respaldos que recibieron de los otros mandatarios, testigos vacilantes de un sainete que consideraron erróneamente ajeno, tanto él como el rey.

En el léxico de Chávez, siempre nutrido del enfrentamiento, de modo de desempeñar el papel de víctima y victimario, Aznar ocupó el lugar de Bush. ¿Era necesario arruinar una reunión de esa magnitud con rencores personales contra un ex presidente? Ya no se trataba de contrastar el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) con la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), el Banco Mundial con el Banco del Sur, CNN con Telesur o la revolución bolivariana con el imperialismo yanqui, sino de enturbiar el ambiente. O de embarrar la cancha.

El rey, fuera de sus casillas, contribuyó a ello. Y contribuyó, también, a la causa de Chávez, necesitado de un adversario externo para obtener rédito interno. Es su juego, al cual Bush supo aportar su buena cuota de desaciertos. Entre otros, precisamente, no haber condenado el golpe de Estado de 2002 en Venezuela. Aznar, próximo a ser su socio en Irak, obró en consecuencia. Cinco años después, más allá de la orientación opuesta en algunos aspectos de Rodríguez Zapatero, España pagó el precio de aquel cambio de prioridades en su política exterior, nunca tan cercana a los Estados Unidos.

La recomposición, de cara a América latina, no se completó con el retiro de las tropas de Irak ni con el mayor impulso que España quiso que cobraran las cumbres iberoamericanas. En la región, azotada por su crónica decepción con la democracia, quedaron como rezago de los noventa los beneficios obtenidos por las compañías y los bancos de ese origen, que aprovecharon la apertura de la economía y, como consecuencia de ella, la ola de privatizaciones.

Más a la izquierda, menos a la derecha, una nueva camada de presidentes, como Kirchner, Ortega, Evo Morales y Rafael Correa, entre otros, fijó en esas compañías y bancos las causas de algunos, si no todos, sus males.

Esa visión, tan incomprensible en España como la revisión de los cinco siglos que transcurrieron desde la conquista y colonización de América, dio licencia a Chávez para alzarse contra el pedido de silencio del rey con tono de ranchera: “No soy monedita de oro / pa’ caerles bien a todos…”.

Tampoco lo era Aznar, cuyo partido, el Popular, vendió cara su derrota en las elecciones de 2004, precipitada por los atentados de Atocha. En casi cuatro años, la crispación alcanzó su cenit.

En el improvisado debate con Chávez, Rodríguez Zapatero aclaró:

–No seré yo el que esté cerca de las ideas de Aznar, pero el ex presidente Aznar fue elegido por los españoles. Exijo ese respeto…

–Pídale lo mismo a él, que respete a Venezuela… –bramó Chávez.

–¿Por qué no te callas? –terció el rey.

Al día siguiente, en Buenos Aires, Aznar sorprendió a Rodríguez Zapatero con una llamada telefónica:

–Hola, te llamo para agradecerte la defensa personal que has hecho de mí –le dijo–. ¡Lo cortés no quita lo valiente!

–De nada –respondió Rodríguez Zapatero–, lo he hecho porque son mis principios y porque no es aceptable que en una cumbre pasara lo que pasó. Pues nada, a ver si un día de éstos nos vemos.

–Por supuesto. Tú eres el presidente, me llamas cuando quieras.

En la cumbre, todo aquello que estuvo vinculado con el motivo de la convocatoria, la cohesión social como vacuna contra la desigualdad, quedó relegado. O quedó, al menos, en un segundo plano frente a la política interna de Venezuela y España, y la relación entre ambos países. Tirante, sujeta con alfileres, resumida en la ranchera desentonada por Chávez: “No soy monedita de oro / pa’ caerles bien a todos…”.

Era un indicio: iba dispuesto a provocar tensión en beneficio propio, más allá del exceso de humanidad del rey.

Frente a ello, Rodríguez Zapatero llevó las de ganar, por su súbita defensa de Aznar, y las de perder, por haber pretendido entablar una buena relación con Chávez; es decir, con una de las caras de América latina. La ranchera más ruidosa, no por ello representativa, de la región y alrededores.



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