Cortados por la misma tijera




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Putin recreó el ambiente de la Guerra Fría con su velada crítica a cualquier intento de intromisión de los EE.UU. en Irán

En el ojo de la tempestad desatada por la guerra contra Irak, las amenazas de Irán y la decisión de Turquía de ir contra los guerrilleros del Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) en el Kurdistán iraquí, Vladimir Putin trazó una raya con la cual, en realidad, quiso poner a raya a George W. Bush.  Su velada defensa del presunto derecho de Mahmoud Ahmadinejad de avanzar en sus ambiciones nucleares confirmó aquello que sabían la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Nicolas Sarkozy: que Irán tiene carta franca de Rusia y China para seguir con sus planes.

Putin recreó el ambiente de la Guerra Fría en la cumbre de los países del mar Caspio, realizada en Teherán con el dueño de casa y sus pares de Azerbeiyán, Kazajstán y Turkmenistán. Logró su cometido: desarmó a Bush y debilitó a las Naciones Unidas. Era su turno en la partida bipolar, un diálogo de sordos.

Nada cambió de la noche a la mañana: Putin, sostenido en Rusia por los siloviki (complejo militar e industrial del antigua KGB), evaluó antes de ir a Teherán las alternativas de la nueva era, dominada por las guerras asimétricas. No ganó con el respaldo a Ahmadinejad, pero tampoco perdió Rusia (en especial, el contrato para la construcción de uno de los reactores). Más allá de la aparente contradicción, tampoco perdieron los Estados Unidos, obligados a permanecer en Irak para controlar a Irán y a acercarse a Irán para controlar a Irak.

El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, del cual forman parte Rusia y China, había exigido a Ahmadinejad que desmantelara el programa nuclear. En Teherán, Putin insistió en que tiene fines pacíficos. No pareció el mismo que, en la visita a Bush en Maine durante el verano boreal, se había mostrado dispuesto a exigir sanciones contra Irán. Pareció aquel que, ofuscado con el rechazo de los Estados Unidos a cancelar la instalación de su escudo antimisiles en Polonia y la República Checa, suspendió el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa y amenazó con abandonar el Tratado de Misiles de Alcance Intermedio.

Tuvo en cuenta que la lista de aliados de Bush decayó. Decayó y decantó en líderes débiles y cuestionados: Nurih Kamal al-Maliki en Irak, Hamid Karzai en Afganistán, Pervez Musharraf en Paquistán y Mahmoud Abbas en Palestina. En Sarkozy encontró un aliado tardío. Su ministro de Asuntos Exteriores, Bernard Kouchner, expuso la posibilidad de aplicar sanciones  unilaterales contra Irán y de llegar a una guerra si no mitiga sus delirios nucleares. Irán, empero, no es Siria o cualquier otro país de la región. Un solo bombardeo no acabaría con el programa nuclear y podría derivar en réplicas inmediatas de las milicias chiítas contra Israel y los Estados Unidos.

En septiembre, Israel destruyó en Siria un reactor nuclear en construcción, parecido a los usados por Corea del Norte para fabricar armas prohibidas. Lo localizó por medio del Mosad y la CIA. El gobierno de Bashar al-Assad, según ellos, había iniciado un programa nuclear. Israel justificó con ese argumento el ataque aéreo. En parte, para destruir el reactor en sí; en parte, para reivindicarse en la región.

Entre julio y agosto de 2006, Israel había repelido durante 33 días los cohetes que lanzaba Hezbollah desde el sur del Líbano, pero, curiosamente, no ganó la guerra. Es, al menos, la sensación que dejó y que capitalizaron Irán y Siria. La capitalizaron por haber respaldado a Hezbollah. De ese modo, en la primera guerra asimétrica después de la invasión de Irak, Ahmadinejad y Assad, enfrentados con Bush, se atribuyeron la victoria, o la sensación de derrota de Israel, sin haber intervenido en forma directa en la guerra.

Un año y un mes después, en el gobierno norteamericano no hubo consenso sobre la represalia de Israel a Siria. La consideraron prematura, por un lado, y oportuna, por el otro. En 1981, Israel había bombardeado el reactor de Osirak, en Irak; Ronald Reagan condenó esa decisión. En esos tiempos, otra era la percepción. Aún regían las políticas de disuasión y contención que databan del final de Segunda Guerra Mundial. Entonces, los Estados Unidos remozaron la estrategia de seguridad nacional para “salvar a la civilización de la tiranía soviética”; comenzaba una nueva era, dominada por la Guerra Fría.

Tras la voladura de las Torres Gemelas, poco y nada quedó de aquellas políticas, aplicadas, entre otros, por Dwight Eisenhower en Europa del Este, durante el apogeo comunista, y por John F. Kennedy en Cuba, durante la crisis de los misiles. En 2002, George W. Bush planteó por primera vez la doctrina de las guerras preventivas frente a las “amenazas asimétricas” de organizaciones terroristas y países peligrosos.

Si Eisenhower y Kennedy hubieran actuado como Bush, el planeta no habría salido invicto de una guerra nuclear. La tercera guerra mundial. La definitiva, quizá. La versión 2002 de la estrategia de seguridad nacional duró cuatro años. En la versión 2006, lanzada antes de la guerra de Israel contra Hezbollah, Bush reforzó la doctrina de las guerras preventivas con la consigna de propagar la democracia, “la mejor forma de construir un mundo mejor”.

Los cultores de la política de disuasión y contención sostenían que la Unión Soviética no iba a resistir la expansión territorial por su excesiva centralización del poder. Era un error de fábrica por el cual presagiaban que iba a caer por peso propio. En algunos casos, como el derrocamiento del shah de Irán en 1953 y el apoyo a las dictaduras militares de América latina en los setenta, los Estados Unidos cometieron severos errores. En otros, como la conversión de Muammar Khadafi a fines de los noventa, acertaron.

Durante la Guerra Civil Griega, entre 1946 y 1949, Harry Truman expuso ante el Capitolio la necesidad de otorgar incentivos económicos al gobierno de Grecia, jaqueado por el comunismo. Lo consiguió y, por su posición estratégica entre el Egeo y los Balcanes, Grecia ingresó en la alianza atlántica (OTAN).

Esas políticas de disuasión y contención tenían como objetivo impedir la propagación del comunismo. De ahí su nombre: contener significaba mantenerlo a raya. El asunto era no embarcarse en guerras, excepto que los otros dispararan primero.

Desde 2002, tras la guerra contra el régimen talibán en Afganistán, Bush defendió una política exterior agresiva, un gasto militar excesivo y una visión sesgada del derecho y las instituciones internacionales. Todo aquel que no comulgara con él pasó a formar parte de una legión de “enemigos de la libertad”. La versión 2006 de la estrategia de seguridad nacional norteamericana contempla como piedra angular un nuevo realismo asociado con la necesidad de “construir unas instituciones democráticas” en los países en los cuales los Estados Unidos propaguen la democracia.

En su contra atentaron la guerra inconclusa contra Irak, las amenazas de Irán y la decisión de Turquía de ir contra los kurdos, así como la guerra no ganada por Israel contra Hezbollah y los enfrentamientos regionales entre chiítas y sunnitas y entre persas y árabes. En su contra atentaron, a su vez, los sentimientos antinorteamericanos generados por Bush y la errónea decisión de confiar en regímenes sunnitas, como Arabia Saudita, Egipto, Jordania y otros para frenar a los chiítas, respaldados por Irán. Asimétricas no son sólo las guerras. Son asimétricas, también, las relaciones bipolares en un mundo dispar, desproporcionado, irregular y desigual cuyos líderes parecen cortados por la misma tijera.



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