Según pasan los daños




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Con la amenaza de declarar la guerra contra Irán, Sarkozy subió la apuesta de la reconciliación con los Estados Unidos

En 2003, el director de la consultora Mercados Emergentes, Iñigo Moré, disparó desde el portal del Real Instituto Elcano, de Madrid: “¿Qué tienen en común Irak, Irán y Cuba? Lo primero que viene a la cabeza es su enemistad con los Estados Unidos. Pero comparten algo más. Los bancos franceses son sus primeros proveedores de fondos”. Tenía razón: a fines del primer trimestre de ese año, en coincidencia con el comienzo de la guerra contra Irak, los bancos franceses eran los principales dadores de créditos privados internacionales de Saddam Hussein, los ayatollahs chiítas y Fidel Castro, según el Bank for International Settlements (BIS).

Los bancos franceses eran, a su vez, los financistas más importantes de otros países poco confiables para los Estados Unidos, como Vietnam, Somalia y Camboya. El vínculo con Hussein, al cual Jacques Chirac honró en más de una ocasión, explicaba el rechazo de Francia, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a la guerra contra Irak. No sólo de Francia, en realidad. Su sociedad con Alemania se ganó el mote de “vieja Europa”, formulado por Donald Rumsfeld, entonces jefe del Pentágono. Los bancos alemanes, cuyo gobierno también se rehusó al bombardear Bagdad, financiaban a Corea del Norte, Libia y Siria, entre otros.

En la entretela del poder político pudo haberse colado una de las fuerzas más robustas del poder económico: los bancos privados. En ese momento, Irán aún no tenía un presidente con intenciones efectistas como Mahmoud Ahmadinejad ni Francia aún tenía un presidente con intenciones efectivas como Nicolas Sarkozy. La república islámica, afectada por un precio del petróleo relativamente bajo que influía en su presupuesto, espiaba por la mirilla la ocupación norteamericana de su vecino Irak después de haberse liberado en forma gratuita de un peligro latente para su integridad territorial como Hussein.

El tiempo y los daños provocados en Irak dieron la razón a Chirac y su par alemán, el canciller Gerhard Schröder. Los motivos esgrimidos por George W. Bush para declarar la guerra no tenían consistencia: el régimen de Hussein no era democrático (otros tampoco cumplían con ese requisito) y enriquecía uranio para fabricar armas de destrucción masiva.

La invasión destruyó un bastión de los sunnitas, enfrentados con los ayatollahs chiítas, lo cual facilitó la irrupción del populismo de Ahmadinejad en Irán, con su anhelo de tener madre de todas las bombas. La invasión facilitó, también, la expansión de Al-Qaeda en la región. En Irak, más allá del aumento y la reducción de las tropas norteamericanas, pasó a ser cuestión de tiempo la seguridad. No sólo la interna, sino, también, la externa. En especial, la seguridad de su espacio aéreo, a tiro de Irán.

Como consecuencia de la guerra, el país quedó destrozado, incapaz de extraer petróleo por sus propios medios y en los volúmenes previos a ella. Los bancos franceses y alemanes pudieron ser los mayores prestamistas del “eje del mal”, pero, según el Financial Times, son norteamericanos cinco de los 10 principales bancos del mundo, seis de las 10 principales compañías farmacéuticas y biotecnológicas y cuatro de las 10 principales de gas y petróleo. ¿Qué beneficio puede depararles a Sarkozy y la canciller alemana, Angela Merkel, que Irán alcance la autonomía nuclear? Ninguno. Ni a ellos ni a los Estados Unidos ni, menos aún, a Israel.

Es la economía, pues. De ahí la retórica bélica del gobierno de Sarkozy, transmitida por el canciller Bernard Kouchner con una advertencia: es necesario “prepararse para lo peor”. ¿Para la guerra? No necesariamente. Lo peor, aclaró, podía ser la guerra si Ahmadinejad no mitigaba su ansiedad nuclear. Lo peor, agregó, no era su deseo. No dijo que lo mejor era la guerra; ni dijo que la guerra era su elección. Pero tampoco descartó la hipótesis de conflicto, más allá de los reparos que cosechó en Rusia y China, miembros con poder de veto del Consejo de Seguridad, como Francia. Hasta los Estados Unidos creyeron, por primera vez en unos años, que Bush no estaba solo.

Es la economía y es el costo del reencuentro. Desde la guerra de Vietnam, Europa y los Estados Unidos no se habían distanciado tanto. Sarkozy y Merkel instruyeron a sus gabinetes sobre un renovado atlantismo a pesar de tener, del otro lado del puente, un lame duck (pato rengo) como Bush con mandato a plazo fijo.

Esa actitud no pretendió ser una réplica contra el rechazo de Chirac y Schröder a la guerra contra Irak. Pretendió ser, a tono con el primer ministro británico Gordon Brown como sucesor de Tony Blair, una réplica contra el antinorteamericanismo y, en términos económicos, contra los costos que provoca.

En ello no invirtieron sólo los europeos: en 2007, la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, lleva recorridos 128.000 kilómetros para convencerlos de la gran cantidad de temas en común (desde el cambio climático hasta la lucha contra el terrorismo) en desmedro de los pocos desacuerdos entre ambas orillas. En ese escenario, aquel que intente desestabilizar está de más; está de más Ahmadinejad.

Detrás de la entretela política late  el corazón de bancos y compañías interesados en preservar el statu quo o, según pasan los daños, en no alterarlo demasiado. En su atlas del financiamiento global, Moré decía en 2003 que los principales prestamistas del mundo eran los bancos alemanes y que los principales receptores de ese dinero eran los Estados Unidos: “En trazos muy gruesos, se puede resumir este panorama calificando a los Estados Unidos de aspiradora de fondos internacionales cuyo origen está fundamentalmente en Europa. Es lógico que las mayores economías sean quienes absorban los mayores créditos porque también tienen la máxima capacidad de pago”.

La cuestión de fondo, sin embargo, no es sólo el poder económico ni sólo el poder político. Es el poder a secas. En una sesión de emergencia, el 4 de febrero, el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) remitió su informe sobre Irán al Consejo de Seguridad. Desde ese momento, la única alternativa de Ahmadinejad para evitar sanciones era convencer a sus cinco miembros de los fines pacíficos de su programa nuclear. Los más empeñados en sancionarlo eran los Estados Unidos, Francia (Chirac todavía era el presidente) y el Reino Unido (Blair todavía era el primer ministro). Francia, el Reino Unido y  Alemania, aunados en el G-3,  habían agotado las instancias diplomáticas.

La advertencia de Francia, formulada por el canciller Kouchner y redondeada por Sarkozy, quiso demostrar hasta qué punto puede fermentar el asunto si Ahmadinejad no recapacita. Nada más, por ahora. Ni Francia ni el Consejo de Seguridad, con la firme oposición de Rusia y China por lazos comerciales con Irán, está en condiciones de declarar una guerra por sí solo, excepto que alguno rompa lanzas con ese país en un entuerto bilateral.

Todos saben, después de Irak, que la medicina sería peor que la enfermedad. Saben, no obstante ello, que la inacción puede derivar en un riesgo aún mayor: que Irán conciba la bomba, como Corea del Norte, Paquistán, la India e Israel, entre otros. La ecuación no es sólo económica ni sólo política. El poder a secas no está en manos de bancos y compañías, sino de un entramado de intereses en el cual los gestos políticos deben reportar beneficios económicos y viceversa.



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