Lo cortés no quita lo evidente




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La reelección de Chávez coronó una tendencia traducida en insatisfacción, más que en populismo

Lejos de la euforia de unos y de la depresión de otros en Venezuela, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores de España, Bernardino León, y el secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental de los Estados Unidos, Thomas Shannon, procuraron establecer en Madrid las bases de una encrucijada: cómo lidiar con el tigre suelto en América latina. Misión, en apariencia, menos compleja para José Luis Rodríguez Zapatero que para George W. Bush.

Era viernes; faltaban horas, apenas, para el gesto conciliador hacia los Estados Unidos del presidente provisional de Cuba, Raúl Castro, y para la reelección de Hugo Chávez. Faltaban horas, apenas, para vislumbrar otro escenario. Con los mismos actores, excepto Fidel Castro. Con los mismos actores, pero, a la vez, con algunos cambios.

Chávez iba a ganar un nuevo mandato en elecciones limpias, como Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y Rafael Correa en Ecuador. Todos ellos, al igual que Luiz Inacio Lula da Silva y Néstor Kirchner, si se postula y resulta reelegido en 2007, estaban en vías de sobrevivir al gobierno de Bush, en el tobogán a plazo fijo, hasta 2008, tras la victoria de la oposición demócrata en las elecciones de medio término.

Sobre la mesa de la residencia del embajador norteamericano en Madrid, Eduardo Aguirre, León y Shannon tendieron un mantel de certezas y dudas. El patético pijama party montado en el Congreso de México por Andrés Manuel López Obrador, líder del Partido de la Revolución Democrática (PRD), era la comidilla tras la toma de posesión (de protesta, en mexicano) del presidente Felipe Calderón. Era la comidilla, no una actitud fácil de achacar a toda la izquierda latinoamericana.

Shannon pretendía hallar una fórmula de acercamiento a la región que resultara menos irritante y más tentadora que el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), torpedeada por Chávez, Morales, Castro y compañía. León iba a mostrarse dispuesto a facilitarle la misión. La guerra contra Irak, causa del enfriamiento de la relación entre los Estados Unidos y España desde el retiro de tropas decidido por Rodríguez Zapatero, había sido archivada.

En América latina, mientras tanto, estaba todo chávere. No chévere. Estaba todo chávere por la inminente reelección de Chávez. Legítima e inobjetable frente a una oposición que no pudo, ni supo, limpiar la estantería de contradicciones. Hasta quedó presa, como el gobierno de Bush, de un fallido golpe de Estado, en 2002, y de sabotajes petroleros que reciclaron la imagen del ayer.

De ese ayer de adecos y copeyanos, fuerzas que se alternaban en el Palacio de Miraflores, en el cual las mayorías vivían inhibidas del reparto. El sistema democrático y representativo estaba en crisis cuando asumió Chávez. En coma, en realidad.

En ese país, polarizado entre chavistas y antichavistas más allá del caudal de votos de Chávez, entre dos modelos, o dos visiones, decidieron los venezolanos. Optaron por la coalición gobernante, sostén de Cuba, y de proyectos energéticos de largo aliento con la Argentina y Brasil, entre otros, que prescindieron, al menos al comienzo, de inversiones norteamericanas y españolas. Sostén, también, de vínculos sensibles para el gobierno de Bush, como los anudados con Irán y Siria.

¿Populismo? Populismo de otro signo había en América latina antes de Chávez, convinieron León y Shannon. En casi ocho años de revolución bolivariana, remozada con el impreciso socialismo del siglo XXI y el rojo rojito proselitista, la oposición venezolana protestó contra aquello que creyó un avasallamiento de la educación, la propiedad privada, la libertad de expresión y otros asuntos, pero su propuesta se tradujo en más populismo y en volver a la exclusión de las clases populares.

Durante cuatro décadas, los venezolanos de buen pasar, una minoría, acuñaron en Miami una frase copiada por los argentinos de igual condición: “Déme dos”. Durante ese lapso, los venezolanos de menor poder adquisitivo, la mayoría, acuñaron en casa otra frase copiada por argentinos de toda laya, en especial de clase media: “Que se vayan todos”. En Venezuela y en la Argentina, sendas crisis estallaron en 1998 y en 2002. No tuvieron el mismo desenlace.

La oposición venezolana, impotente, cedió su papel a medios de comunicación y grupos de interés que no lograron sintonizar con las demandas de esa mayoría, pendiente del pan para hoy después de haber sufrido el hambre del ayer.

Frente a ello, Chávez prescindió de modales: refundó el país en términos figurados bajo el precepto de la revolución bolivariana y, apuntalado por la bonanza petrolera, aumentó la burocracia estatal, de modo de intervenir en todo y no perder de vista nada. No hizo una revolución, pero revolucionó el sistema. No hizo una revolución porque, más allá del uso del aparato partidario y estatal, no necesitó alterar las reglas de juego para ganar las elecciones.

La oposición exageró la posibilidad de un fraude. Sus talibanes, renuentes a aceptar la derrota, se resistían a concluir que nada, o que todo, había cambiado, más allá de la meritoria campaña de su candidato, Manuel Rosales, y que nada iba a cambiar si insistían en ignorar la realidad.

Lo cortés no quita lo evidente. Chávez, el más identificado con la izquierda de los presidentes democráticos latinoamericanos, se apartó de uno que no llegó a serlo y que, sin embargo, se autoproclamó como tal: López Obrador. Lula, también reelegido, obró de igual modo.

Les facilitaron la misión a León y Shannon, seguros de que Raúl Castro, con su mensaje conciliador, no actuaba solo y, venga ese abrazo, de que, con respeto y paciencia, había que ganarse la confianza del tigre en lugar de apuntarle al entrecejo en una selva cada vez más desprovista de Bush (arbusto, en inglés).



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