La insoportable levedad de los imperios




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Si hay problemas entre vecinos, la solución suele ser sencilla: consiste en levantar un muro, dejar de ver al otro

Frente a los afanes nucleares de Kim Jong-Il, China halló la solución: levantó un muro. Santo remedio. Si uno tiene diferencias con un vecino molesto, nada mejor que no verlo. E ignorar qué sucede en sus dominios. Para eso sirven los paredones, finamente decorados en sus extremos con alambres de púas y otros detalles. Para eso y, en el caso de la península asiática, para impedir que los norcoreanos, no contentos con su bomba atómica, vayan a Pekín en busca de comida o menudencias por el estilo. Lo cual no deja de ser una muestra de ingratitud con el Querido Líder: ¿qué plato de arroz sabe mejor que las fisiones de neutrones y protones?

De paredones saben los chinos: la Gran Muralla, construida y reconstruida por varias dinastías durante más de un milenio, tenía como fin proteger al imperio de los ataques de nómades provenientes de Mongolia y Manchuria. El muro frente a Corea del Norte, menos pretencioso, pretende evitar una virtual invasión como consecuencia de las penurias económicas que prometen las sanciones de las Naciones Unidas contra el régimen de Kim, más empeñado en satisfacer estrategias geopolíticas propias que necesidades gastronómicas ajenas.

Con sus ensayos nucleares, Kim dio fe de su pésimo estado de ánimo. Pésimo porque su militancia en el “eje del mal” sólo se vio compensada con una actitud mansa de George W. Bush: nunca planeó deponerlo, como a Saddam Hussein, ni advertirle que renunciara a sus planes, como a Mahmoud Ahmadinejad. Eso no se hace. En la cabeza de ese ser bajito y enigmático, de cara cuadrada y gafas simétricas, no cabe la indiferencia como respuesta a sus denodados esfuerzos por ser el enemigo número uno de los Estados Unidos, Corea del Sur, Japón y, según la ocasión, China y Rusia.

Ahmadinejad, a diferencia de Kim, ocupó una plaza vacante: Osama ben Laden había desaparecido en acción y Hussein había caído en prisión. Era necesario un musulmán que, aunque no hablara árabe sino farsi, tuviera el aspecto de comulgar con ellos. Con su negación del Holocausto y de Israel, y su afirmación del presunto derecho de Irán a convertirse en una potencia nuclear, hizo todo para desafiar al imperio que no se jacta de ser imperio ni actúa como imperio, por más que tenga las características de un imperio.

Los Estados Unidos también levantan su muro. ¿Contradicen la globalización que tanto pregonaron? Desde luego. Con él, en la frontera con México, ¿cómo hace la gente para circular a su antojo? La premisa de la globalización era derribar las limitaciones ideológicas e informativas que había impuesto el Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría. ¿Qué pasa si ingresan en los Estados Unidos más ilegales de los previstos? Los sindicatos ponen el grito en el cielo y desestabilizan el sistema.

La globalización no es para todos. En Ceuta y Melilla, posesiones españolas en África del Norte, las alambradas representan el muro de las pateras, atestadas de subsaharianos. En Israel, el terrorismo llevó al ex primer ministro Ariel Sharon a invertir en hormigón armado frente a las narices de los palestinos y, en cierto modo, a fijar las fronteras siempre imprecisas de su país. En Suiza, leyes más duras restringen el asilo de extranjeros.

El muro, sea del material que fuere, impedía salir durante la Guerra Fría y, después de ella, impide entrar, pero no garantiza que aquello que se cocina de un lado no se perciba del otro. Para eso están los espías, oficio que, como va el mundo, goza de pleno empleo y buena salud. Como goza de buena salud la teoría de los imperios. ¿Qué son los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas? Imperios pretéritos (China, Rusia, Francia y Gran Bretaña), y otro en duda o en expansión (los Estados Unidos).

China, tan nostálgica de pasado imperial como Rusia, supone que un muro aislará al régimen de Kim, así como el gobierno de Bush supone que un muro repelerá a los ilegales que, en algunos casos, arriesgan sus vidas en su largo y azaroso derrotero desde México. En realidad, esa masa humana que renuncia a su terruño por falta de horizonte y busca otro en sitios extraños no arriba a pie, sino en aviones que superan sin dificultad los muros.

En Afganistán, los soldados norteamericanos siguieron la ruta de Alejandro Magno. A su paso, después de haber demolido pueblos enteros con el afán de terminar con el régimen talibán y de capturar a Ben Laden, iban estableciendo reglas que, en ciertos aspectos, podían ser análogas con un proyecto de imperio. En la actualidad, los Estados Unidos lejos están de emular a los imperios que, como el ruso, el francés, el turco o el austro-húngaro, libraban guerras entre sí con aliados para nada parecidos a la coalición creada para la guerra contra Irak. Más lejos aún están de emular a Roma, en la antigüedad, y a Gran Bretaña, hasta 1914, con su influencia cultural, económica y monetaria en los territorios en los que recalaban.

¿Sobre qué basan su poderío los Estados Unidos? Sobre el gasto militar, superior al europeo en su conjunto. De ahí, la mirada obligada a Washington cada vez que estalla una crisis en algún confín del planeta, por remoto que sea. No hay otro país capaz de movilizar tropas y armas (armas de hechura propia) en tan poco tiempo y con tanta facilidad. El problema, muchas veces, radica en la decisión. Depende del consenso internacional. Si no, por reacción, Irán y Corea del Norte serían otro Irak.

Kim no vive en otro mundo ni, por gobernar un enclave comunista quedado en el tiempo, deja de sacar provecho de las debilidades ajenas. Con sus ensayos nucleares, más públicos y notorios que las amenazas de Ahmadinejad y las armas de Hussein, pateó la pelota hacia delante ante un inminente agravamiento de la economía doméstica.

Si destina el 80 por ciento de su presupuesto a defensa, esa gente que piensa ir por un plato de arroz a China no necesita ser graduada en contabilidad para concluir que el Estado pretende llenar su ego, más que su estómago, con las fisiones de neutrones y protones, y que, con ellas, más allá del tono épico que tenga la cruzada, muchos no pasarán el invierno, habitualmente impiadoso sin más calefacción que la  leña.

Terminó la Guerra Fría, pero no se congelaron las prácticas que se aplicaban durante su apogeo. Que haya caído el Muro de Berlín no implica que haya desaparecido la biblioteca de la disputa bipolar. Frente a ello, todo predominio, sea norteamericano, sea chino, provoca descontento. Y en el descontento afloran, precisamente, los cimientos de los paredones.

No sólo por diferencias con un vecino molesto, sino, también, por resistencia a su primacía y por temores, del lado del poderoso, de eventuales invasiones en busca de comida o menudencias por el estilo. Ningún imperio, por grande que haya sido, se mantuvo en pie con una pose arrogante ni manejó el poder con un control remoto. Roma y Gran Bretaña destinaban procónsules a sitios hostiles, cargos que, durante la globalización, ejercen sólo los espías.



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