Ni el músculo duerme ni la ambición descansa




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La guerra entre Israel y Hezbollah, en la cual falló la diplomacia, debilitó todos los intentos de apuntalar al gobierno libanés

De retórica viven los líderes. De retórica y de riesgo, como los generales. Sin ambos atributos, difícil sería persuadir al resto de los mortales. Mortales también son ellos, por más que, en su mayoría, no puedan ni quieran asumirlo. Prefieren preservar una imagen, la propia, de modo de mostrarse firmes y eficaces en sus cometidos. Vale para todos en Medio Oriente. Entre ellos, el revoltoso presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, llegó a decir que Israel debía ser borrado del mapa. ¿Estaba en sus cabales? Tanto que, en contradicción con ello, negoció con el gobierno de Italia, al cual recurrió el primer ministro israelí, Ehud Olmert, el cese el fuego en el Líbano.

¿Las condiciones? Primero, que fueran liberados los dos soldados israelíes retenidos, carne de cañón del conflicto. Segundo, que no dispararan más misiles contra Israel. Tercero, que en la frontera del Líbano se desplazaran tropas libanesas; otros, como el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, y el primer ministro británico, Tony Blair, propusieron una fuerza multilateral porque, en realidad, el ejército libanés no tiene capacidad militar ni política para controlar a Hezbollah.

Mientras el gobierno de Italia mediaba en Teherán, el gobierno de Francia mediaba en Beirut. En una tregua no creía Olmert, pero tampoco podía exigir más. La oferta, finalmente, no prosperó. Sentó un precedente, sin embargo: si el canciller iraní, Manouchehr Mottaki, negoció con discreción absoluta un trato de esa naturaleza, la retórica y el riesgo de Ahmadinejad quedaron para el resto de los mortales. ¿Por qué, si no, legitimaba frente a terceros el gobierno de un país que debía ser borrado del mapa?

Entre los líderes, en la intimidad, el diálogo siempre adquiere dimensiones más realistas, menos belicosas, que en los discursos. En apariencia, Hezbollah dejó que los ataques aéreos de Israel destruyeran edificios y provocaran éxodos. Situación que, según sus cálculos, iba a crear una herida profunda en el gobierno de Olmert, prólogo de una crisis política de magnitud en Israel.

Sin otros países comprometidos, como en Irak con la coalición que armaron los Estados Unidos, todo se resumió en la declaración de una guerra convencional, por más que, de ese lado del mostrador y del palestino con Hamas, no hubiera ejércitos nacionales, sino grupos con faros políticos y carrocerías armadas. Grupos que, desde el 11 de septiembre de 2001 por la irrupción de Al-Qaeda, no escaparon de las generales de la ley ni de la ley de los generales: son terroristas y, por lo tanto, deben ser aniquilados, según la doctrina de George W. Bush.

Olmert asumió algo: el costo de la retórica y del riesgo. En un mundo dominado por dos poderes, los Estados Unidos y la opinión pública, obtuvo con las represalias una respuesta tibia de Bush, forzado por su popularidad escasa en los Estados Unidos y su prédica nula en Irán y en Siria, y una respuesta negativa de la gente, azorada por los excesos. Era el desenlace que Israel esperaba, de modo de destruir los aparatos militares de Hezbollah y de Hamas. Era, también, el desenlace que ambos grupos esperaban, de modo de hallar una excusa para la intervención de Irán y de Siria. Y era, cual daño colateral, el desenlace de otra guerra, Irak.

En Irak no ganaron los Estados Unidos y su coalición, sino Irán, libre del yugo de Saddam Hussein, e Israel, libre para decidir, en agosto de 2005, la desconexión de los territorios colonizados después de la guerra de 1967, como la Franja de Gaza y parte de Cisjordania. Gracias a ello, Ariel Sharon, respaldado por Bush, comenzó a ejecutar el divorcio unilateral de los palestinos con miras a un plan que Olmert se propuso continuar.

En Olmert, sin los birretes de su predecesor, no vieron Hamas y Hezbollah la fortaleza del líder pretérito, ido en su coma profundo. Vieron la oportunidad para la retórica y el riesgo en el afán de persuadir a los suyos de que, perdido por perdido, iban a obtener más réditos con una actitud provocadora que con una posición conciliadora. Y vieron que, con los bombardeos indiscriminados, Israel terminaría debilitándose a sí mismo frente a la comunidad internacional, así como la coalición gubernamental Kadima, por la cual Sharon rompió con la derecha del Likud.

Hamas, al igual que Hezbollah, no dio un golpe militar para adquirir poder, lo cual dejó a Bush, regente de la democracia en Medio Oriente, sin mucho atenuante para frenar sus ímpetus. La política norteamericana de no intromisión contribuyó, en cierto modo, a su expansión.

En una década, entre 1991 y 2001, con el petróleo como joya preciada, los Estados Unidos aportaron unos 250 millones de dólares al mundo árabe para impulsar mejoras en los gobiernos (good governance) y en la sociedad civil. Esos fondos, irrisorios en comparación con el respaldo económico y militar que destinaron a jeques jaqueados, no redundaron en beneficios.

Con la voladura de las Torres Gemelas, la democracia abstracta de la región afloró como la causa del daño causado al interés nacional norteamericano. Bush advirtió que la guerra contra Irak era más importante que continuar con la vana cooperación con mandatarios díscolos, así como con la intervención en el proceso de paz de Medio Oriente. En Sharon y en el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas, confió en que hallaran la fórmula para terminar con la intifada (sublevación palestina) y retomar el diálogo después de la muerte de Yasser Arafat, tildado de terrorista.

Con la opinión pública conmocionada por la abrumadora represalia de Israel contra Palestina y el Líbano, Ahmadinejad ganó aquello que necesitaba: tiempo, sobre todo para no ceder en su capricho de desarrollar su programa nuclear, y dinero, a raíz del aumento del precio del petróleo. Con ellos, la retórica y el riesgo caminaron de la mano de socios estratégicos de Irán, cuarto exportador de crudo del mundo, a los que temían los Estados Unidos: China y Rusia, por más que sus líderes tampoco pretendan crear un gigante con pies de barro que, bomba en mano, pueda aplastarlos.

Desde la incursión de Israel en el Líbano, en 1982, tres años después de la revolución en Irán, Hezbollah hizo de su adhesión al islam un culto. En su nombre recurrió a atentados suicidas y, con ellos, se ufanó de haber apurado la retirada de las tropas norteamericanas, en esos años, y el final de la ocupación de Israel, tras 18 años, en la franja sur del país, en 2000. En Palestina, Hamas también se ufanó de haber apurado la desconexión de la Franja de Gaza.

Con el apoyo de Irán, cuyos guardias revolucionarios entrenaron guerrilleros, Hezbollah mostró su cara amable con los pobres por medio de la financiación de hospitales, colegios, granjas y obras públicas y de bienestar social. Táctica que en Palestina aplicó Hamas. Uno y otro ocuparon el papel de Estados ausentes en un país dominado por Siria, en un caso, y en territorios indefinidos, en el otro.

El enfrentamiento con Israel por idéntica causa, el secuestro de soldados, propició una señal de hermandad. De ella no quiso quedar afuera el presidente de Siria, Bashar al-Assad: como su difunto padre, Hafez, permitió que el caos estallara en el Líbano, de modo que la comunidad internacional no reparara sólo en Irán, sino en él, también, como aliado o como enemigo. De retórica y de riesgo viven los líderes y, a veces, mueren por ellos.



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