Un negocio de mala muerte




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Más de tres años después de la invasión a Irak, el final del líder local de Al-Qaeda señala el comienzo de otra etapa

LA HAYA.– Confirmado: el ultranacionalista serbio Slobodan Milosevic no murió en estas playas como consecuencia de un complot, sino de causas naturales. Confirmado, también: el terrorista jordano Abú Musab al-Zarqawi no murió cerca de Bagdad como consecuencia de causas naturales, sino de un complot. Por una razón o la otra, aquellos que cruzaron la delgada línea roja quedaron huérfanos de protección y comenzaron a cotizarse en alza en el mercado de los más buscados murieron como vivieron: en circunstancias confusas. Uno, en su celda; el otro, en su escondite.

Entre ambos no había nexo alguno. No pertenecían a la misma generación ni abrazaban causas parecidas. Compartían, empero, el rechazo a los Estados Unidos, convencidos, cada uno a su real saber y entender, de que eran la semilla de todos los males de este mundo y de algún otro. Compartían, a su vez, la formación: de un modo u otro, Milosevic y Al-Zarqawi se valieron de las enseñanzas y del amparo de su enemigo para convertirse en algo así como fallas del sistema. Uno llegó a ser elogiado antes de que provocara la guerra de Kosovo con sus limpiezas étnicas; el otro llegó tarde a Afganistán, en donde Osama ben Laden, su mentor, casi había ganado la medalla al mérito por haber apurado la victoria contra las tropas soviéticas.

Era, en realidad, la victoria del Islam contra una potencia que había invadido un país musulmán. Eso dedujeron, al menos. Tras la invasión soviética de 1979, los mujaidines (combatientes) afganos y extranjeros, provistos de armas y fondos por los Estados Unidos, supusieron que el retiro, logrado una década después, sellaba un pacto por el cual no iban a ser molestados. Un salvoconducto, digamos. Que vulneraron ellos mismos con la sigilosa creación de células terroristas frente al desinterés de sus aliados.

Dieron el primer golpe en 1993, con el vano intento de demoler con explosivos el World Trade Center, de Nueva York; los implicados habían estado en Afganistán o tenían vínculos con la sucursal Estados Unidos de A-Qaeda, montada en Brooklyn. Dieron el golpe mortal en 2001, con la voladura de las Torres Gemelas. Un año antes, mientras el buque USS Cole a punto estuvo de ser hundido  en Yemen en coincidencia con el último tramo de las amañadas elecciones que ganó George W. Bush, un muchacho pobre y fracasado como Al-Zarqawi conoció a un millonario con Ben Laden. Un millonario con sed de venganza.

No hubo transferencia de mando, sino asignación de tareas. Al-Zarqawi, famoso en Irak por su frialdad y su cobardía al decapitar a pobres infelices maniatados, Nicholas Berg, de 26 años, y Eugene Armstrong, de 52, civiles norteamericanos, se creyó tocado por Alá. Como Bush por Dios, quizá, desde que renunció al trago. O como Milosevic por los Estados Unidos, su propio dios, desde que pensó que tenía licencia para eliminar tantos kovovares como serbios habían sufrido su yugo.

¿Errores de interpretación, como en Afganistán? Fallas del sistema, creo yo. En algún momento, el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, concluyó que las batallas cruciales contra el eje del mal no iban a librarse en las montañas de Afganistán ni en los confines de Irak, sino en las salas de redacción de Nueva York, Londres o El Cairo. Había entendido, según el catedrático Joseph Nye, que la lucha contra el terrorismo no iba a ser ganada por el poder militar (el poder duro), sino, más que todo, por el poder de la persuasión (el poder blando).

Olvidaba Rumsfeld, no obstante ello, una regla elemental del marketing: ni la mejor publicidad puede vender un mal producto, perjudicado, en su caso, por la ineficacia de la ocupación y los vejámenes a los que fueron sometidos los prisioneros iraquíes de Abu Ghraib, así como por el limbo legal en el cual quedaron los detenidos en Guantánamo. Olvidaba, también, que en Vietnam, 1969, como en Irak, más de tres décadas después, la estrategia consistía en ganarse los corazones y las mentes, de modo de dejar los enfrentamientos en manos de las fuerzas locales.

Excepto para Bush y su gobierno, y los norteamericanos en general, la muerte de Al-Zarqawi tuvo un impacto relativo. Tan relativo como la captura de Saddam Hussein. No despertó euforia ni compasión. Despertó dudas. Más dudas. Sobre todo, como vaticinó la CIA, por la virtual contraofensiva en medio de la mayor incertidumbre: cómo salir de donde, tal vez, no debieron entrar. O, más allá del carácter humanitario que quiso tener la guerra a raíz de los atropellos del dictador pretérito contra su pueblo, cómo legitimar aquello que comenzó con otra falla del sistema: la información falsa sobre las armas de destrucción masiva.

La guerra no empezó en Irak, sino en Afganistán. En 1979, no en 2002. Y no fue preventiva, sino, en un mundo bipolar, contra la otra potencia. La otra potencia, la Unión Soviética, se había apoderado de un país que los norteamericanos y los musulmanes sentían propio en forma simultánea. Propio, no compartido. De esa guerra surgió el peor adversario de los Estados Unidos, Ben Laden. De esa guerra, por añadidura, surgió su discípulo, Al-Zarqawi. Terminaron haciendo, todos, un pésimo negocio. O un negocio de mala muerte. Sin posibilidad, ni unos ni otros, de vender su producto. Ni por teléfono.

En Afganistán, el régimen talibán ganó prestigio y, creído de haber sido tocado por Alá, se vio a sí mismo en una situación inmejorable. Sin la vigilancia de los Estados Unidos, concentrados en las secuelas de la caída del Muro de Berlín y en el desmembramiento de la Unión Soviética, tenía experiencia y armas para sentirse autónomo y capaz de exportar su producto, la ideología, a países que iban a ser el campo de pruebas y la malla de contención de los atentados de 2001.

Muchos de ellos, seducidos por la cruzada contra la invasión soviética o por la necesidad de sentirse reconocidos, combatieron a brazo partido y, una vez incorporada la jihad (guerra santa) como única salvación, regresaron a casa. Emigraron a Irak, después, en donde estaba un viejo conocido, Al-Zaqawi. Los mismos comandantes norteamericanos advirtieron que aplicaban la técnica de Afganistán, curtidos en una guerra de guerrillas que no guardaba relación con el adiestramiento del Pentágono contra el Ejército Rojo. Es decir, Estado contra Estado en una guerra convencional.

En varias ocasiones, Bush dejó entrever que era preferible luchar contra el terrorismo en Bagdad que en Washington, DC. Con esa premisa remozó la doctrina de seguridad nacional, base teórica de las guerras preventivas. ¿En qué medida, sin embargo, aquellas batallas lejanas, como el primer Afganistán, o aquellos presidentes satélites, como el primer Milosevic, dejaron de generar esas fallas del sistema por las cuales, años después, los Estados Unidos pagaron altísimo el precio de sus victorias?

En Irak no floreció la democracia como espejo del buen ejemplo para el mundo árabe. Floreció, precisamente, aquello que quiso repelerse: el terrorismo. Después de la guerra, esa mano de obra, con fuentes de financiación siempre dispuestas, buscará ser tocada por Alá, como Al-Zarqawi. O como aquellos que, ciegos en su ideología, aceleran con atentados suicidas la escalera mecánica hacia sus dominios. A diferencia del primer Afganistán, la victoria de los norteamericanos no será la victoria del Islam en un país ocupado.

Diez minutos de haber sido atacado con dos bombas de 227 kilos de peso desde los aviones F-16 su refugio en Hibib, cerca de Baquba, al noreste de Bagdad, Al-Zarkawi murió como vivió: en circunstancias confusas. Traicionado, en principio, por un miembro de Al-Qaeda que delató su paradero a precio vil: 25 millones de dólares. Coincidían su rostro, sus huellas digitales, sus tatuajes y sus cicatrices. Confirmado, pues: Milosevic murió de causas naturales y Ben Laden, presuntamente oculto en Paquistán, dejó de tener competencia en el mercado de los más buscados.



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