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A pesar del riesgo que entraña, Ahmadinejad usa la misma estrategia que Bush en la defensa de su interés nacional

Si los Estados Unidos pretenden ser un imperio, ¿por qué se comportan como un Estado-nación? Es decir, ¿por qué no imponen su voluntad en lugar de buscar el consenso? Quizá porque, desde la voladura de las Torres Gemelas, un ala del gobierno de George W. Bush necesita agotar las instancias diplomáticas mientras la otra amenaza con acciones militares. Con un solo justificativo en ambos casos: evitar atentados terroristas en su territorio. A merced de ese temor, base de las guerras preventivas, ha quedado relegado aquello que, aunque fuera en beneficio propio, promovieron durante un siglo: la democracia, el libre comercio, los derechos humanos, el medio ambiente y el orden multilateral.

Por esa inversión, los norteamericanos quieren ser respetados. Más aún: recompensados con adhesiones espontáneas a sus causas. En especial, la lucha contra el terrorismo. En el exterior, empero, la política de Bush se ve atada a factores diversos y, en apariencia, dispersos: la intención de saldar cuentas con adversarios no necesariamente responsables de los atentados del 11 de septiembre de 2001 a falta de certezas sobre el paradero de Osama ben Laden, el avasallamiento del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como último peldaño antes de la guerra, la exaltación de la democracia como única vía de prosperidad y el ansia de controlar las reservas de petróleo.

En etapas, la guerra contra Irak sentó las bases del papel que tal vez desempeñen los Estados Unidos en el siglo XXI, sea quien fuera su presidente. Saddam Hussein, más allá de los rechazos de Francia y Alemania a la invasión que iba a provocar su derrocamiento, no tuvo aliados. Su prontuario de violación de los derechos humanos era atroz. Tan atroz, en realidad, como los de otros vecinos suyos que no fueron incluidos en el eje del mal por piedad o por conveniencia.

No es el caso de Irán, socio del club con Corea del Norte. Desde su victoria en las elecciones, Mahmoud Ahmadinejad, el primer presidente no clerical en 25 años, supo que el consenso interno en un país picado de nacionalismo dependía del enfrentamiento externo. Nada difícil de exaltar con las tropas de la coalición del otro lado de la frontera, en territorio iraquí, antes enemigo, y con la provocación contra Israel como canal de rechazo a ellas y, en particular, a los Estados Unidos.

La libertad, según uno, no es un regalo de los Estados Unidos al mundo, sino un don de Dios. Y su país, aparentemente bendecido, ha sido el elegido para predicarla. Por la fuerza, a veces. Frente a ello, ¿por qué un devoto como el otro osa rehusarse a aceptar el deseo de Alá? El otro, Ahmadinejad, jugó desde el comienzo con el temor de Occidente: que las armas que se propone fabricar caigan en manos de Al-Qaeda o redes afines. Puso en duda el Holocausto y vislumbró un mapa de Medio Oriente sin Israel. Soslayó el mote de Estado terrorista. Y se preguntó: ¿qué tan responsables son, a diferencia de nosotros, los Estados Unidos, Francia, Rusia, Gran Bretaña, Israel, China, la India y Paquistán para disponer de bombas atómicas?

Las bombas cayeron en la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) y, pronto despacho, cayeron después en el Consejo de Seguridad de la ONU, presidido en marzo por la Argentina, blanco de un atentado terrorista, al menos, en el cual Irán habría estado involucrado: la AMIA, en 1994. Ese cuerpo, de cinco miembros permanentes con poder de veto, tiene dos clientes del petróleo de ese país: Rusia y China.

Los inspectores de la OIEA hallaron en Teherán algunos documentos en los cuales constaban teorías básicas para diseñar bombas. El gobierno de Vladimir Putin quiso tallar en el asunto. No prosperó su proyecto de enriquecer el uranio iraní en suelo ruso, de modo de garantizar su uso para fines pacíficos y de obtener un rédito económico. China no intervino, pero tampoco supeditó al desenlace del conflicto los contratos de electricidad firmados con Irán, de casi 100 millones de dólares.

En la disyuntiva quedaron los Estados Unidos y la Unión Europea, conscientes del juego de Ahmadinejad y, a su vez, del precedente de Corea del Norte. Su dossier, rubricado con sanciones del Consejo de Seguridad, no reportó grandes cambios. Y, cada tanto, Kim Jong Il lanza misiles de prueba contra los mares de Japón o apunta contra Corea del Sur ante la mirada impasible, casi cómplice, de China.

El deterioro de la situación en Irak, con 138.000 soldados norteamericanos en riesgo, obró en contra de los Estados Unidos: todo atisbo de acercamiento diplomático a Ahmadinejad resultó inútil y, finalmente, fue utilizado como un rédito de la revolución islámica. Si de libertad se trata, dejó entrever, la seguridad de un Estado-nación que no se comporta como un imperio no debería depender de un imperio que, en el fondo, reniega de su condición de Estado-nación.

En “Rogue Nation: American Unilateralism and the Failure of Good Intentions (Nación sin escrúpulos: El unilateralismo norteamericano y el fracaso de las buenas intenciones)”, Clyde Prestowitz, presidente del Economic Strategy Institute, de Washington, DC, plantea las causas del deterioro de la imagen de los Estados Unidos en el exterior y, como consecuencia de ello, de las escasas adhesiones que merecen sus causas. Repara en las contradicciones: ¿de qué libre comercio hablamos si subsidiamos la agricultura y el acero, y de qué preservación del medio ambiente hablamos si nos negamos a ratificar el Tratado de Kyoto, y de qué justicia hablamos si no aprobamos la Corte Penal Internacional?

Esas contradicciones, así como juzgar las violaciones ajenas de los derechos humanos en otros países sin ponderar las torturas de iraquíes en Abu Ghraib y el limbo legal de los prisioneros de Guantánamo, sepultaron con dos guerras, Afganistán e Irak, las 234 de las cuales participaron desde el comienzo de la presidencia de George Washington, en 1789.

Con la Estrategia de Seguridad Nacional, Bush coronó, o blanqueó, el desmesurado gasto en armas, en el cual descansó, y gracias al cual creció, Europa después la Segunda Guerra Mundial. En evidencia quedó, más allá del peligro que significaba la Unión Soviética, que uno no puede declarar la guerra y honrar la paz al mismo tiempo. Mal o bien, en la mayoría de sus intervenciones hasta Irak procuró apuntalar el sistema multilateral con el consenso de la comunidad internacional.

El unilateralismo condujo a laberintos, como Afganistán, Corea del Norte, el conflicto entre israelíes y palestinos, e Irak. Sin salida aparente, todos ellos. En Irak, precisamente, dilapidó por falta de pruebas sobre las armas de destrucción masiva y sobre sus vínculos con Ben Laden, gran parte de la confianza que los Estados Unidos pudieron conseguir en un siglo. Hasta el prestigio dilapidó, expuesto en cada viaje al exterior a enfrentarse con protestas y repudios.

Entonces, valiéndose de esa debilidad, un líder de rasgos mesiánicos como Ahmadinejad, versión iraní del coreano Kim, decide fabricar bombas atómicas, promete borrar de la faz del planeta a Israel y se mofa de los 35 gobiernos de la OIEA. Agotada la paciencia, todo debe dirimirse entre cinco (los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU), de los cuales dos, Rusia y China, hacen lo mismo que los Estados Unidos: defienden su interés nacional, o sus negocios, por más que no entablen guerras preventivas.

Ahmadinejad es a Irán lo que Hamas es a Palestina: una expresión de populismo y disgusto por la corrupción trasladada contra un imperio que pregona una cosa, hace otra, no acepta imitaciones e insiste en comportarse como un Estado-nación. Hasta cierto límite, desde luego.



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