Flash Gordon




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Blair ganó las elecciones, pero su ministro de Economía, ratificado en el cargo, paladea la miel de una virtual sucesión

Más allá de haber sido desde 1997 el primer ministro británico más joven del siglo XX; de haber superado en permanencia en el 10 de Downing Street a otro laborista, Harold Wilson, y de haber tenido la habilidad o la astucia de preservar el apego y la tolerancia de Bill Clinton, primero, y de George W. Bush, después, Tony Blair ostenta otro récord. Menos estridente, digamos: en 25 años de matrimonio jamás le ha regalado flores a su mujer, Cherie Booth, la abogada católica de Liverpool que, sin haberse metido en política, gana más dinero que él.

Texto Jorge Elias. Caricatura Huadi
Héroe: batió récords. Caricatura: Huadi

Pocas veces se ha ufanado Blair de ello. Por temor a las represalias, quizá. Más drásticas, en principio, que haber hipotecado en la guerra contra Irak su incipiente tercer mandato consecutivo en una virtual sucesión entre laboristas con el ministro de Economía, Gordon Brown, artífice del período de bonanza más extenso desde la posguerra.

En público, Blair actuó con Brown como en privado con Cherie: no le he regalado flores. Ni una sola, excepto alguna que otra confesión arrancada por las circunstancias: Gordon podría ser un excelente primer ministro, dijo con una deferencia tan poco habitual como haber asumido la derrota como trasfondo de la victoria. Pasado en limpio: ganó las elecciones por la economía, pero perdió el poder por haberse embarcado con Bush y José María Aznar en Irak.

En un año bisiesto como 2004 hubo tres catástrofes: los atentados de Atocha (y la consecuente derrota del delfín de Aznar, Mariano Rajoy), el tsunami y la reelección de Bush. De ellos, sólo el presidente norteamericano conservó el poder y, frente a demócratas despojados de argumentos más convincentes que la réplica gratuita o la queja fácil, pudo aumentarlo. Los otros dos perdieron: en efectivo, uno; en cuotas, el otro.

En Gran Bretaña, como en los Estados Unidos, la oposición pecó de ingenua: «vote a Blair, obtenga a Brown», rezaba uno de sus eslóganes conservadores. Fue profético. Entre los dos hubo desde el comienzo un pacto de no agresión: me dejas a mí la economía y tú, Tony, te encargas de todo lo demás, esgrimió Brown, el vecino del 11 de Downing Street, seguro de que en algún momento iba a ser su turno.

Blair se encargó de todo lo demás, concentrado en la lucha contra el terrorismo, mientras la inflación era insignificante; caían el desempleo (el más bajo en 29 años) y las tasas de interés (las más bajas en 30 años); subían los salarios, y Gran Bretaña superaba la renta per cápita de Francia y de Alemania. En el milagro económico no hubo flores para Brown, sino, más que todo, respeto. O, entre ambos, un matrimonio por conveniencia en el cual el partido actuó como mediador de eventuales disputas.

La mano de Brown estuvo presente: el país con el primer ministro más europeísta de la historia no adoptó el euro, sometido a un referéndum hipotético que nunca se realizó. ¿Fue una batalla perdida? El hombre de teflón, mote de Blair compartido con Clinton por su destreza para salir ileso de las derrotas sin mella en su popularidad, era «Bambi» en los primeros años de gobierno y, según sus detractores, terminó siendo «Pinocho» (o «Bliar», asociación entre la inicial de su apellido y la palabra «mentiroso») en los últimos.

Con Brown quedó en deuda. En una rueda de prensa le preguntaron si, en el lugar de Blair, hubiera enviado tropas a Irak. Respondió que sí. Sin convicción, desde luego. Y, mientras el legado y la sucesión se daban la mano, anotaba otro punto a su favor.

¿Por qué ganó Blair? Primero, por su rival conservador, Michael Howard, alias «Drácula» (por sus ancestros rumanos), tan carismático como John Kerry en los Estados Unidos. Segundo, por el final de una era y el comienzo de otra dentro de la seguridad que brindaba un mismo partido, el laborista, volcado decisivamente hacia la derecha como consecuencia de la prosperidad.

La exigua diferencia de número entre los parlamentarios, con laboristas renuentes a apoyar a Blair por no haber admitido el error de participar en Irak, no hizo más que confirmar la tendencia: un cambio de figuras, más que de políticas, a raíz del desgaste por haber preservado hasta las últimas consecuencias su decisión de acompañar a Bush, honrando la histórica alianza bilateral a pesar del cisma creado con sus pares de Alemania, de Francia y de Rusia.

Howard, como Kerry en los Estados Unidos, no alcanzó a capitalizar en su beneficio las mentiras que supo achacarle a Blair, despojado su discurso de sus ejes tradicionales: no pocos conservadores británicos se sintieron incómodos en la convención republicana de los Estados Unidos, en 2004, mientras eran felicitados por la valentía de su primer ministro en haber enviado soldados a Irak.

Blair, nacido el 6 de mayo de 1953 en Edimburgo, Escocia, logró aquello que pretendía Wilson: que el laborismo fuera un partido de gobierno. En el trámite, empero, perdió su identidad. Evolucionó, en realidad: ¿quién no quiso cambiar el mundo a los 20 y dejarlo como estaba a los 40? Aprendió de sus propios errores: en un almuerzo, mientras aún era una promesa de sí mismo como candidato opositor, se presentó con tono amable frente a una mujer cuya cara le resultó familiar: «Yo soy Tony Blair, del Partido Laborista británico, y usted es?». Ella le dijo: «Beatriz, y soy holandesa». El insistió: «Beatriz? ¿Qué más?». Ella respondió: «Simplemente, Beatriz». El, ocurrente, no tuvo mejor idea que proseguir con el interrogatorio: «¿A qué se dedica, Beatriz?». Era la reina de Holanda.

En 1997, el nuevo laborismo encarnado en Blair y marcado por la tercera vía, venía a ser un paliativo frente al conservadurismo de Margaret Thatcher, tras la transición de John Major, con una meta de crecimiento y de oportunidades de la cual iba a ser difícil apartarse. De ella tomó la crítica hacia el socialismo puro y llano como un reto: el Estado de bienestar por sí mismo estaba agotado. No fue el único en su género: en forma simultánea, Clinton incorporó el legado de Ronald Reagan.

Antes, Blair era un idealista. Un socialdemócrata que, educado en colegios privados y sin parientes obreros, se identificaba con el ala izquierda del laborismo. Un abogado que ejercía su profesión, que no había demostrado inquietudes políticas y que se había afiliado casi de casualidad. Cherie, como Hillary con Clinton, hizo que actuara en la política representativa. Lo logró, no sin algún sinsabor en el medio, hasta que su marido se convirtió en la mano derecha del presidente del partido, John Smith, fallecido súbitamente en 1994. Como consecuencia de ello hubo elecciones internas: ganó. Y desde entonces dejó de ser Tony a secas, aquel que admiraba a Flash Gordon.

El día que Blair tropezó con Tony también tropezó con Gordon (no Flash, sino Brown). En ocho años, durante los cuales las tropas británicas participaron en tres guerras con los Estados Unidos (Kosovo, Afganistán e Irak), fraguó dos versiones de sí mismo: «No nací laborista; me hice laborista», dijo en la primera; «no somos ni criptotatcheristas, ni socialistas a la antigua, sino meritócratas», dijo en la segunda. En ese lapso, habituado al poder, prescindió de todo en sus bolsillos; en especial, del documento de identidad, según me confió una vez. Prescindió, también, del fantasma de una revolución conservadora mientras Cherie reclamaba flores y Brown, su vecino laborista, comenzaba a golpearle las paredes.

Fuente:

Flash Gordon – 08.05.2005 – lanacion.com



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