Hipótesis de conflicto




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Siria e Irán se resisten al plan de largo aliento que ha emprendido Bush en Medio Oriente desde la invasión a Irak

En su segundo mandato, George W. Bush no ha movido nada de su lugar. En su escritorio continúa, impertérrito, el busto de Winston Churchill. En su cabeza continúa, remozado, el ideario de Ronald Reagan. Y en su norte continúa, impertérrito y remozado, el legado de ambos: desplegar una estrategia de cambio en sociedades no democráticas en un plazo no acotado por su gestión, por más que ello implique la hipótesis de conflicto como rutina. O como latiguillo permanente en su discurso.

Ese discurso no refiere años, sino décadas en las cuales el poder norteamericano, sea republicano, sea demócrata, se dispone a promover en Medio Oriente, en su caso, algo parecido a la liquidación de saldos de la Unión Soviética, en el caso de Reagan, mientras, más allá de la Cortina de Hierro, germinaba la semilla de un bloque político, económico, militar y cultural apadrinado por los Estados Unidos. Germinaba la semilla de la Unión Europea.

Cuatro décadas transcurrieron desde los cuarenta de Churchill hasta los ochenta de Reagan. En ese lapso, las sociedades impusieron la agenda; de otro modo, el totalitarismo soviético y sus acoplados europeos no hubieran volcado. En ese lapso, los políticos interpretaron la agenda; de otro modo, la escuela de Lenin y de Stalin no hubiera concedido una vacante a un reformista como Gorbachov.

El resultado, más allá de los zigzags frecuentes de Vladimir Putin entre Pekín y Washington, quedó plasmado en las elecciones de Ucrania: una revolución pacífica, emprendida por gente vestida de naranja, pudo más que las tiranteces, ejercidas de un lado y del otro, y que las conspiraciones, confirmado el intento de envenenamiento de su líder, Viktor Yuschenko. Confirmado, después, su triunfo a contramano de los deseos del Kremlin.

Hubo también elecciones en Irak, pero, a diferencia de las ucranias, no derivaron en una revolución pacífica, sino en una mayor división étnica. Las elecciones en Irak, a su vez, no fueron consecuencia del calendario, sino de una guerra, una guerra cuyo único objetivo aparente, al margen de los beneficios que otorgan las victorias a los vencedores, era político: tumbar a Saddam Hussein, el mayor escollo en la región para una estrategia de cambio en sociedades no democráticas. No por nada el derrumbe de su estatua pretendió ser un revival del derrumbe del Muro de Berlín.

En Irak, o en las puertas de Medio Oriente, continúan, impertérritos y remozados, los ejércitos de la coalición que Bush armó para una intervención de legalidad dudosa. El daño está hecho. Durante la guerra, y después de ella, empero, hubo acontecimientos que hicieron germinar la semilla de un cambio, como la muerte de Yasser Arafat (en vida, otro escollo), la elección de Muhamad Abbas como presidente de la Autoridad Nacional Palestina y, cual prenda de paz, el apretón de manos entre él y el primer ministro de Israel, Ariel Sharon.

Hubo advertencias contra Estados considerados canallas, como Siria e Irán, por patrocinar el terrorismo fuera de sus fronteras y por desarrollar armas peligrosas; en otro escenario hubo demostraciones de arrogancia y de fuerza, del mandamás norcoreano Kim Jong Il, ansioso, al parecer, de honrar su membresía en el eje del mal. Y hubo un crimen: el crimen del ex primer ministro libanés Rafik Hariri en Beirut.

Ese crimen puso en evidencia la dominación siria del territorio libanés, objetada por las Naciones Unidas, y justificó una hábil maniobra de Bush, ceñido a la diplomacia, a diferencia de su empeño en ocupar Irak: retiró a su embajadora en Damasco, Margaret Scobey, en señal de disgusto y de presión, frente al régimen de Bashar al-Assad, acusado de haber dado refugio a la camarilla de Saddam.

Pruebas de su participación en el magnicidio no hubo. Assad, no obstante ello, armó de inmediato un frente común con Irán, el otro enemigo inminente de los Estados Unidos. Y ambos, renuentes de tolerar la estrategia de cambio, se replegaron en sí mismos con el argumento que esgrimieron apenas estalló la segunda Guerra del Golfo: ¿por qué el gobierno norteamericano y sus antecesores no demostraron por el pueblo palestino, sometido durante décadas a la ocupación militar israelí, la misma compasión que demostraron por el pueblo iraquí, sometido durante décadas a los designios de un dictador?

Entre los sirios prima el rencor. En la guerra de 1967, más de cuatro décadas después del final del mandato colonial que ejerció Francia sobre su territorio, el ejército israelí pasó por encima de una porción de los Altos del Golán. Fue una derrota humillante: tan humillante, que el régimen de Damasco, ejercido con mano de hierro por el padre del actual presidente, jamás dudó en apoyar a grupos extremistas palestinos como Hamas y la Jihad Islámica, así como a Hezbollah y todas aquellas milicias que abrazaran la desaparición del Estado de Israel como objetivo.

Ese respaldo, por el cual rechazó acuerdos de paz de Medio Oriente, no inhibió a Siria para actuar en forma errática: en la primera Guerra del Golfo, sus tropas engrosaron el contingente norteamericano que expulsó de Kuwait a las tropas de Saddam; antes a punto estuvieron de liquidar a Arafat; después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Assad expresó sus condolencias a Bush y prometió colaboración a los servicios de inteligencia norteamericanos en la lucha antiterrorista.

En enero, el gabinete israelí aprobó una operación contra Hezbollah como consecuencia de ataques en su contra lanzados desde el Líbano. Era, dentro del drama constante de la región, un movimiento más mientras el gobierno norteamericano pugnaba en Europa, a pedido de Sharon, por la inclusión de esa organización en el listado terrorista.

Antes de renunciar, en octubre de 2004, Hariri había pedido el retiro de los 15.000 soldados sirios que controlaban su país. Una suerte de oasis en la región, con tradición liberal y secular, tras la guerra civil que se prolongó desde 1975 hasta 1990.

Durante la guerra, mientras Saddam permanecía prófugo, el ex canciller francés Dominique de Villepin dijo en Beirut, casualmente, que no era el momento de presionar a Siria por la ocupación persistente del Líbano desde 1976. Grave error. El crimen de Hariri, perpetrado con un coche bomba, involucró en forma personal a uno de los principales opositores de la invasión a Irak, Jacques Chirac, amigo de él.

En el Líbano, así como en Irak y en Palestina, descansa la estrategia de cambio. Si la democracia prospera en ese trío, arguye Bush, las sociedades, primero, y los políticos, después, asumirán el legado de Churchill y de Reagan. En Saddam invirtió la bala de plata: se quedó sin margen para el unilateralismo por capricho; deberá aceptar el unilateralismo por consenso. Es decir, en respuesta al llamado de los otros. En Chirac, por ejemplo, tiene ahora un aliado. Al menos, hasta que, como en la Unión Soviética y sus acoplados europeos, la escuela de Medio Oriente conceda vacantes a los reformistas.



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