Mano a mano hemos quedado




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Sharon y Abbas se comprometieron a aplicar la hoja de ruta, pero Hamas cumplió con su amenaza de patear el tablero

Entre Ariel Sharon y Mahmoud Abbas no iba a haber papeles, sino un apretón de manos. No iba a haber papeles, como en la mayoría de las cumbres anteriores entre israelíes y palestinos, por una razón: sobraban. Ambos debían transmitir un mensaje político. Un gesto de buena voluntad. Nada más.

La supervisión de la hoja de ruta (plan de paz trazado por el gobierno de George W. Bush y respaldado por la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia) iba a ser tarea de un militar norteamericano sin experiencia diplomática, el teniente general William Ward. Señal de la magnitud de la intifada (sublevación palestina), antes más librada a la esperanza del diálogo que a la posibilidad de la cerrazón.

En ello terció la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, presente en las vísperas de la cumbre realizada en Sharm el Sheij, Egipto, en donde el presidente anfitrión, Hosni Mubarak, y el rey Abdalá II de Jordania debían aderezar el mensaje político con otro gesto de buena voluntad: el retorno de sus respectivos embajadores a Israel, retirados poco después de que estallara la intifada.

El apretón de manos iba a coronar las concesiones de Sharon, obligado a detener una guerra que iba ganando, y el debut de Abbas, arropado tanto por su par israelí como por Bush. Fue un apretón de manos distante y vacilante. Tan distante y vacilante como el intento de Bill Clinton de fundir en un abrazo a los finados Yitzhak Rabin y Yasser Arafat, el 13 de septiembre de 1993, en la Casa Blanca. Ninguno de los dos debía demostrar excesiva confianza. Ni exagerar afectos.

Más allá del apretón de manos, cada uno sopesó sus dilemas internos: Sharon debe impedir la caída de su gobierno y elecciones anticipadas frente a los colonos, la derecha nacionalista y los dirigentes de su partido, el Likud, que discrepan con él; Abbas, el primer presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) después de Arafat, debe legitimarse en elecciones legislativas y, mientras tanto, vérselas con los radicales de Hamas y los dirigentes de su partido, Al Fatah, que discrepan con él.

Mano a mano habían quedado, el martes, hasta que Hamas, reacio a los acuerdos, rompió la tregua el jueves. Ni 48 horas duró: un ataque con morteros y cohetes contra asentamientos judíos del sur de la Franja de Gaza, en represalia por la muerte de dos palestinos un día antes, pretendió dejar en claro que la intifada no había terminado y que el apretón de manos no había sido más que una ingenuidad. En respuesta, Abbas descabezó a la vieja guardia de sus servicios de seguridad, herencia de Arafat; Sharon y Bush procuraron apuntalarlo.

Poco antes, con una intifada que en cuatro años y medio provocó la muerte de 3600 palestinos y de 1000 israelíes, el gobierno de Bush quiso transmitir su propio mensaje: designó a Ward, subcomandante del Ejército de los Estados Unidos en Europa, como virtual mediador entre unos y otros. Es decir, entre una milicia regular y otra irregular, asumiendo el costo de la  intifada. Una guerra, en realidad.

En ese papel se desempeñó hasta su renuncia, en 2003, otro militar norteamericano, el general retirado Anthony Zinni, con más roce entre políticos que Ward. La sucesión de ataques y réplicas, así como el control escaso de la situación en medio de la transición palestina después de la muerte de Arafat, dejó de lado gestiones de diplomáticos como George Mitchell y Henry Kissinger, entre otros. Dejó de lado, también, el optimismo que podía despertar una cumbre entre los líderes, muchas veces superados ellos mismos por los acontecimientos.

Del apretón de manos, sin embargo, el gobierno norteamericano ponderó su valor político: primero, que Sharon y Abbas se hayan reunido ha sido, a la luz del ostracismo de Arafat dictado por Bush, algo así como el primer paso hacia la esperanza; segundo, israelíes y palestinos, atormentados por la intifada, vieron con buenos ojos el acercamiento, por riesgoso que haya sido para cada uno de ellos en sus dominios.

De ahí que Abbas, curiosamente, se haya convertido en la carta de Sharon y de Bush para recorrer una hoja de ruta cuyas curvas no deparan más que obstáculos, como el estatus de Jerusalén una vez que sean delimitados ambos Estados (con los límites  de 1967), el retorno de los refugiados palestinos (no contemplado, pero latente) y el retiro de los asentamientos judíos en los territorios ocupados.

Dice un proverbio árabe: si un negocio te abruma por el principio, comiénzalo por el final. Dice un proverbio judío: con una mentira puede ir uno muy lejos, pero sin la esperanza de volver. El apretón de manos entre Sharon y Abbas comenzó por el final, pero, al mismo tiempo, honró la esperanza de volver. Sobre todo, a los orígenes. O, al menos, al estadio surgido de los acuerdos de 1991 y de 1993.

En junio de 2002, Bush pronunció un discurso en el cual vislumbró la convivencia de israelíes y palestinos en dos Estados. El Departamento de Estado pasó en limpio sus palabras y, después de crear el Cuarteto con la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia, rubricó la hoja de ruta con un fin: solucionar un conflicto cuyo modus operandi, los atentados suicidas, ha sido imitado por grupos terroristas no involucrados en forma directa en la causa palestina, como Al-Qaeda.

A finales de 2003, seis meses después de haber sido presentada formalmente por Bush la hoja de ruta, los israelíes decían que los palestinos habían fracasado en frenar los atentados suicidas de Hamas y de otros grupos terroristas y los palestinos decían que los israelíes habían fracasado en frenar la expansión territorial de su gente.

En lo inmediato, Sharon supeditó la liberación de un número mayor de presos palestinos con delitos de sangre (500, primero; 400, después) al desarrollo pacífico del plan de retirada y evacuación de todas las colonias judías en Gaza y de cuatro en Cisjordania. En lo inmediato, Abbas supeditó el cese de las hostilidades, rápidamente quebrado por Hamas, al repliegue de las tropas israelíes.

La muerte de Arafat, considerado un palo en la rueda por Sharon y por Bush, derivó en las elecciones en la cuales se impuso Abbas, el 9 de enero, en la ANP. Fue el final del principio  y, a su vez, el principio del final para un comienzo, coincidente con la inauguración del segundo período de Bush, signado por la esperanza de volver.  Entre ellos, al menos, mano a mano han quedado. Por un rato.



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