Como te mueras, te mato




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Por una vez, la Unión Europea ha hablado con el tono de los Estados Unidos sobre un asunto de su área de influencia

En Europa, ¿reina la apatía? Reina la euroapatía, según José Luis Rodríguez Zapatero y Silvio Berlusconi. Curiosa conclusión, o definición, con la cual, en cierto modo, rubricaron en una reunión realizada en Cuenca el mote despectivo de la vieja Europa que el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, atribuyó a Francia y Alemania por su rechazo a enviar tropas a Irak. Curiosa conclusión, o replanteo, en un momento en el que la Europa ampliada, no la vieja ni la nueva, Europa a secas, puso en evidencia su malestar por el desarrollo irregular, y el resultado incierto, de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del domingo 21 de noviembre en Ucrania.

En nombre de la presidencia de la Unión Europea, el ministro holandés de Relaciones Exteriores, Bernard Bot, dijo que no aceptaba el resultado. Por una vez, entonces, el bloque actuó como tal e impidió que los Estados Unidos tomaran la delantera en su área de influencia. Rechazó con ello la pretensión de Vladimir Putin de convalidar aquello que lejos estaba de ser aceptable a los ojos occidentales.

En Kiev, la capital helada de la ex república soviética de Ucrania, confluyeron naranjas (los opositores de Viktor Yushenko, cercano a Occidente) y azules (los oficialistas de Viktor Yanukovich, cercano al Kremlin) frente a las tribulaciones de un presidente, Leonid Kuchma, cuya inteligentsia desoyó en la campaña electoral el gran desafío: alcanzar una democracia que respondiera al estándar de Europa.

Putin evaluó de inmediato el riesgo: que Ucrania, cuyo nombre significa literalmente en la frontera, traspusiera la frontera de la órbita soviética, aún latente, en busca de un modelo que reemplace la escuela bolchevique por otra, inspirada en las revoluciones de terciopelo de Praga y de Berlín en 1989. Es decir, en busca de un atajo a la europea hacia Occidente, como Serbia después de Slobodan Milosevic o Georgia desde que su presidente entró con una rosa en la mano en el Parlamento. En paz, digo.

En la Unión Europea, ampliada de 15 a 25 miembros, no prima un idioma, pero existe un consenso: rechazar la violencia. Frente a las chispas, sin embargo, sus líderes no han tenido mejor idea que enviar a Kiev a Javier Solana, alto responsable de Política Exterior y de Seguridad Común. Regresó con las manos vacías. En 1999, mientras era secretario general de la alianza atlántica (OTAN) y Milosevic hacía de las suyas en Kosovo, convocó a Polonia, Hungría y la República Checa; excluyó a Ucrania, empero. Acrecentó de ese modo su sensación de aislamiento. Y, por ese gesto de indiferencia, Putin sacó ventaja tiempo después con su íntimo deseo de recrear una Rusia imperial frente al público deseo de George W. Bush y de sus antecesores de estrechar sus fronteras.

En el dilema de Ucrania terció por pedido de la oposición el ex presidente polaco Lech Walesa, padre de las revoluciones pacíficas europeas como líder del movimiento Solidaridad. Las advertencias de Kuchma, apegado a la línea Putin, no surtieron efecto. Ni las advertencias, ni las agresiones, ni las intimidaciones a los llamados mariquitas liberales de Yushenko, una especie de clon de Boris Yeltsin.

Frente al peligro de indefinición de la burocracia de Bruselas, con su euroapatía, como sucedió en Croacia y en Chechenia, el canciller alemán, Gerhard Schröder, y el presidente polaco, Aleksander Kwasniewski, procuraron echarle aceite por cuenta propia desde sus fronteras: convocaron a Solana. Era el indicado, más allá de su desempeño en la OTAN.

En Ucrania no hubo sólo dos candidatos. Hubo dos visiones: la revolución naranja de Yushchenko, partidario de la integración en la Unión Europea y de obtener una membresía en la OTAN como puentes hacia la democracia, y la defensa del statu quo de Yanukovich, amarrado a Rusia y declarado ganador por la comisión electoral a pesar de las pruebas de fraude y del resultado adverso en las encuestas a boca de urna.

La esencia del debate pasó, a su vez, por la convivencia de dos países en un solo territorio después de tres siglos de dominación rusa, polaca, austriaca y lituana: la parte occidental habla ucranio; la parte oriental habla ruso. La enemistad entre unos y otros, naranjas y azules, respectivamente, estalló en la Plaza de la Independencia, de Kiev, en donde la televisión estatal no hizo más que actuar como una nueva Bastilla. Y reflejó, acaso sin querer, el nombre de la oposición democrática: Pora (ya es hora). Era el grito de las muchedumbres reunidas en 1989 en la Plaza de Wenceslao, de Praga, compartido con el movimiento Kmara (basta ya), de Georgia, y Otpor (resistencia), de la Serbia de Milosevic.

Putin, con las manos libres desde que adhirió a la medicina de Bush de ir donde fuere por los terroristas (los chechenos, en su caso) a raíz de la matanza del colegio de Beslan, no vaciló en apoyar a Yanukovich: lo felicitó antes de que se conocieran los resultados oficiales. En las vísperas, el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Sergey Lavrov, había acusado a Occidente de una virtual intromisión por el temor expresado por algunas capitales europeas de que las elecciones no fueran limpias.

En Yanukovich depositó Putin algo más que el capital político: varios millones de dólares en su campaña que iban a garantizar el futuro de Eurasia. En defensa, más que todo, de las inversiones rusas en compañías ucranias de petróleo y de aluminio, así como en oleoductos y en gasoductos. Con la intención de sumar al país, una vez resueltas las elecciones, a la unión económica establecida con las ex repúblicas soviéticas de Bielorrusia (su presidente, Aleksander Lukashenko, ha sido tildado de “último dictador de Europa”) y de Kazajstán.

¿Qué papel desempeñaron los Estados Unidos? Desde 1991, cuando cayó la Unión Soviética, sus gobiernos han destinado a Ucrania, otrora granero de Europa, desde dinero hasta voluntarios de los cuerpos de paz. Por una razón: el Nunn-Lugar Cooperative Threat Reduction Program (Programa Nunn-Lugar de Cooperación para la Reducción de la Amenaza), iniciado por el ex senador Sam Nunn y continuado por el actual senador Richard Lugar, establece en ese país una zona de amortiguación entre Europa y Rusia. De ahí que el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, se haya apresurado a cuestionar el resultado de las elecciones como si se tratara de aquí, a la vuelta.

Desde Polonia y Lituania, en un principio, recibió idénticas señales de preocupación el presidente Kuchma, acusado de haber permitido ventas ilegales de armas a Saddam Hussein antes de la guerra y de haber soslayado la decapitación del periodista opositor Georgiy Gongadze en 2000. Fue acusado, también, de haber acallado con mano de hierro y censura todo aquello que amenazara con ser una protesta en su contra.

Entre Rusia y los Estados Unidos quedó la Unión Europea. O el debate sobre su identidad: ¿dos europas y un Occidente o dos occidentes y una Europa? O, tal vez, el fantasma de la euroapatía del cual hablaron Rodríguez Zapatero y Berlusconi, legado de la intervención norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, de la debacle de Suez, de la Guerra de Vietnam, de la crisis de los euromisiles en los ochenta, de la caída del Muro de Berlín al filo de los noventa y de la globalización de las guerras preventivas desde Irak.

O de la introspección y la desconfianza por las cuales permaneció atascada durante medio siglo frente a un imperio que, a diferencia de Francia y Gran Bretaña en el siglo XIX, no vio el beneficio en actuar como tal. Con Ucrania aplicó otra fórmula: como te mueras, te mato, de modo de evitar la euroapatía o de prevenir el suicidio en defensa propia.



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