Jugo de tomate frío




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Un abrupto giro en la campaña ha entonado al candidato demócrata

En septiembre, después del fiasco de la convención demócrata en Boston, John Kerry estaba enfadado. Muy enfadado, en realidad. La campaña, centrada en Irak, se había estancado en Vietnam. Enfocada, más que todo, en sus medallas de héroe, puesta en duda su validez por una banda de ex militares hostiles llamados a sí mismos Los Veteranos de la Verdad. Debía hacer algo. Y pronto, dedujo su principal asesora, Mary Beth Cahill. Convocó entonces a Thomas Vallely, viejo camarada de armas. Le confió la responsabilidad de replicar las críticas de George W. Bush, más allá de que durante aquella guerra el actual presidente hubiera obtenido un permiso para no moverse de Texas. Es decir, para permanecer en la reserva. A salvo, pues.

Con jugo de tomate frío, el marido de «Doña Ketchup» procuró perjudicar la convención republicana. Mientras aún caían los globos en el Madison Square Garden, Kerry presidía un mitin de medianoche en Clark County, Ohio, en donde Al Gore había obtenido una exigua diferencia de 324 votos sobre Bush en las elecciones de 2000.

Era el momento de poner las cosas en su lugar: Kerry reforzó su compromiso de defender a los Estados Unidos y cargó contra aquellos que se habían negado a hacerlo y que habían declarado una guerra errónea contra Irak. No mencionó en forma explícita a Bush por temor a un eventual contraataque: Bill Clinton también había hecho de las suyas para no ir a Vietnam.

Clinton estaba fuera de carrera: había sido internado para una operación del corazón. La baja era mala y buena a la vez. En la convención demócrata, su discurso había empañado, en cierto modo, la mera presencia del candidato, peleado a muerte con el carisma. Veinte años en el Senado no habían sido suficientes para forjar una imagen que superara su semblante triste y serio. Tan serio, que en los debates, a diferencia de Bush, ni se despeinó.

Kerry, vapuleado después del cuestionamiento sobre las medallas en la guerra de Vietnam por su carácter dubitativo en la guerra contra Irak, había contratado a dos hombres del equipo de Clinton: Joe Lockhart, ex secretario de prensa, y Joël Johnson, ex secretario de comunicación. En la comunicación, precisamente, radicaba su déficit. En la comunicación y en la espontaneidad, atributos que su mujer, Teresa Thierstein Simoes-Ferreira Heinz, viuda del senador republicano John Heinz IIl y heredera del imperio del ketchup, manejó con más destreza que él. Con un insulto a un periodista levantó polvareda. Y corrió salsa de tomate, como en las películas de Tarantino, mientras los republicanos se ufanaban de sus nuevas marcas, competidoras de Heinz: Bush Country Ketchup y W Ketchup.

En siete de las once elecciones presidenciales que se realizaron desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la Casa Blanca ha cambiado de color político. Los republicanos sustituyeron en cuatro ocasiones a los demócratas: 1952, 1968, 1980 y 2000; los demócratas sustituyeron en tres ocasiones a los republicanos: 1960, 1976 y 1992. En la mayoría de las campañas, el candidato opositor expuso un programa de política exterior diferente del que aplicaba el presidente en ejercicio. Investido en el cargo, empero, la agenda no varió.

Desde Richard Nixon, el país no estaba tan polarizado por una guerra. O, en este caso, por su mentor: «Cualquiera menos Bush», no ha dejado de ser el eslogan de la campaña desde las primarias demócratas tanto dentro de los Estados Unidos como en el exterior.

En América latina, sin cortejarla, Kerry comenzó a ser pasión de multitudes desde que ganó las primarias, más allá de que sólo haya dicho que sabía de la existencia de un tal Vicente Fox (presidente de México) y de un tal Oscar Arias (ex presidente de Costa Rica).

Señal de que casi nada ha cambiado en la visión del continente desde que Dan Qayle, vicepresidente del primer Bush («el Robin del Batman de Bush», según él), se lamentó de no haber estudiado latín en el colegio secundario a su regreso de una gira por América latina. «Quid novi (?¿qué hay de nuevo?´)», pudo haber preguntado a sus anfitriones.

Sobre la política exterior han girado, en especial, los dos primeros debates previos a las elecciones. Kerry obtuvo ventaja en las encuestas, remontando la cuesta, pero, al margen de ello, no ha planteado un programa diferente sino apenas más amable. Sobre todo, en el retorno a las alianzas estropeadas por Irak con Francia y Alemania, y a la diplomacia si de Irán y de Corea del Norte, los otros ejes del mal, se trata.

En los objetivos no han desentonado. Ni uno ni otro han prometido el retiro de las tropas de Irak a lo Zapatero, ni el fin de las guerras preventivas en tanto estén amenazados los Estados Unidos por el terrorismo o por la proliferación de las armas nucleares, ni la renovación de créditos para las Naciones Unidas. Al igual que Bush y Clinton, Kerry ha dicho que jamás permitiría que sus hombres estuvieran bajo las órdenes de militares de otros países.

El único matiz, en principio, sería el cabildeo internacional en pos de construir un consenso antes de embarcarse en otra guerra.

Estamos dispuestos a «pagar el precio que sea» para «asegurar la supervivencia y el triunfo de la libertad», dijo Bush (perdón, John Kennedy en su discurso inaugural).

Y «empleamos la fuerza porque somos América, la nación indispensable», insistió Bush (perdón, Madeleine Albright, secretaria de Estado en el segundo período de Clinton).

En América latina, ausente en los debates, no reparaba Kerry mientras remozaba su estrategia. Debía demostrar que la confianza de Bush en sí mismo no garantizaba su aptitud para la guerra. Y debía demostrar, también, que no estaba del todo en contra de la guerra, sino del estilo republicano: declararla sin medir las consecuencias.

Debía inclinarse a la derecha, de modo de no perder el apoyo de los halcones liberales (demócratas consustanciados con las fuerzas armadas), sin moverse mucho de la izquierda, de modo de no perder el apoyo de los liberales a secas (demócratas consustanciados con la asistencia estatal, no con las guerras).

En el primer programa demócrata, titulado «Internacionalismo progresista: una estrategia de seguridad nacional», el Progressive Policy Institute (PPI), think tank (líder de opinión) vinculado al Democratic Leadership Council, respaldaba en octubre de 2003 la invasión a Irak ante el fracaso de la política de contención y denostaba a Saddam Hussein por minar la seguridad colectiva y el derecho internacional.

Meses después, en julio de 2004, la plataforma demócrata recogía una crítica que ya era usual entre los norteamericanos: haber enviado pocos soldados a Irak. Y refirmaba que con Bush (perdón, con Kerry), como comandante en jefe, «nunca esperaremos que nos den luz verde en el exterior cuando nuestra seguridad esté en juego».

En dos meses, Kerry se vio obligado a tallar a diestra y siniestra en un país polarizado entre él y Bush, Mel Gibson (católico como él) y Michael Moore (demócrata como él), el soldado y el pacifista, y el ketchup de su mujer y la salsa de tomate de Tarantino, hecha realidad por el gran enigma de las elecciones: Osama ben Laden.



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