Código de connivencia




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Los terroristas utilizan el léxico de las corporaciones y mencionan a los servicios de inteligencia como la competencia extranjera

En un estacionamiento de Cisjordania, Sahar Tamam Nabulsi, de 22 años, llenó de garrafas una furgoneta blanca, colocó un ejemplar del Corán en el asiento del acompañante y, en nombre de Hamas, embistió contra dos autobuses: murieron otro palestino y él; resultaron heridos ocho israelíes. Días después, un «suicidio aparente» pasó a ser un «suicidio adrede». Es decir, los atentados terroristas cobraban una nueva modalidad en Medio Oriente. Era el 16 de abril de 1993. Dio resultado la técnica, barata y segura sin valuar la vida de Nabulsi. El perfil del terrorista suicida (varón, de 17 a 22 años, soltero, fanático religioso, preferentemente inculto y, por esa razón, susceptible de aceptar la promesa islámica de alcanzar el paraíso con aura de mártir y de legar una renta vitalicia a sus parientes de 300 a 600 dólares por mes) comenzó a ser más terrenal.

Entre los radicales palestinos de Hamas y de la Jihad Islámica, el reclutamiento de terroristas resultaba imperioso. Sobre todo, por los resultados inmediatos después de una inversión relativamente baja en lavado y secado de cerebro. Celebrada, en algunos casos, con crueles anuncios en periódicos como si de la invitación a una boda se tratara: «Las familias Abdel Jawad y Asad, sus parientes en Cisjordania y la diáspora declaran el sacrificio de su hijo, el mártir Ahmen Hafez Sa´adat». El mártir, de 22 años, había matado a cuatro israelíes.

En Kabul, Afganistán, la realidad era otra. Dentro de Al-Qaeda, nutrida por el régimen talibán, había divisiones internas antes del 11 de septiembre de 2001. Las células, esparcidas en varios puntos del planeta, no hallaban destino bajo las barbas de Osama ben Laden. La solución era un golpe mortal, que pusiera las cosas en su sitio, de modo de unificar a la red. Pensaron en los Estados Unidos y, para ello, adoptaron la técnica palestina de los militantes suicidas sin el apoyo de gobiernos sospechosos de financiar terroristas, como el iraquí o el iraní.

En dos computadoras quedaron registros de esos planes. En ellas, la discusión por medio de correos electrónicos giraba sobre un léxico corporativo en el cual cada miembro adoptaba un rol. Ben Laden era el contratista, por ejemplo. Cada atentado era un acto de comercio. Los servicios de inteligencia, como la CIA y el MI6, eran la competencia extranjera. Y un aumento de la cuota de mercado significaba mayor coordinación entre las redes de Al-Qaeda.

Una organización tan afilada en apariencia establecía pautas de indumentaria e higiene dignas de un manual de buenas costumbres. Entre otras: «No te pongas pantalón corto con medias; el pantalón debe cubrir las medias para confundir a las autoridades de inteligencia»; «la ropa interior debería ser de la clase normal, nada que delate que eres fundamentalista»; «si la misión lo requiere, lleva una cadena» y «hay que usar perfume para las axilas en forma de pastilla de jabón; ¡jamás usar otra clase de perfume en las axilas!»

Asuntos pedestres que estaban matizados con cuestiones tácticas de mayor magnitud: «Nuestro plan será debilitar más la economía norteamericana y (?) tratar de dividir al pueblo y su gobierno al demostrar que (…) la administración va a llevarlos por el camino de la mayor pérdida de dinero y de vidas». Firmaba el correo electrónico Ben Laden, seguro de que «una guerra contra Afganistán puede suponer cargas económicas a largo plazo que, como en el caso de la Unión Soviética, conduce a la retirada, la desintegración y la contracción».

Tres años después de aquellas comunicaciones, consumada la abolición del régimen talibán en Afganistán, Ben Laden no esperaba que una guerra acabara con Saddam Hussein. Ni que una resistencia iraquí no necesariamente enrolada en Al-Qaeda terminara fortaleciéndose en nombre de Alá con ataques contra sitios cristianos en donde predicaban imanes salafistas, llamados kuffar, «infieles e impíos que merecen la muerte». Muerte que, en la simbología de la jihad (guerra santa), apunta contra los cruzados cristianos, mote de los norteamericanos, en ciudades que han sido cunas de la religión, como Bagdad, Basora y Mosul.

En forma paralela, la ruptura del proceso de paz y el comienzo de la segunda intifada (sublevación palestina) en septiembre de 2000 derivaron en un incremento de aspirantes a mártires en las filas de las organizaciones radicales de Medio Oriente, como las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, rama de Al Fatah, grupo nacionalista que constituye la base de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), de Yasser Arafat.

«No necesitamos ningún gran esfuerzo, como pasaba antes, para reclutar suicidas –explicaba uno de los jefes máximos de Hamas, Abdel Aziz Rantisi, asesinado en abril por el ejército israelí–. Cuando uno ve los funerales y los crímenes de civiles palestinos, los sentimientos se hacen muy intensos.»

En ocasiones, la Autoridad Nacional Palestina ha procurado controlar a sus militantes, de modo de apaciguar las ínfulas del premier Ariel Sharon, pero la facilidad en conseguir la materia prima de las bombas y en fabricarlas ha creado una industria en la cual todo atentado lleva el sello terrorista. ¿Es Al-Qaeda en todos los casos? En Medio Oriente, un cinturón de explosivos modelo Hamas cuesta entre 1500 y 4300 dólares.

En Irak, en donde George W. Bush ha demostrado su enorme talento para hacer enemigos, los grupos radicales han puesto en práctica las normas de su manual de operaciones de Al-Qaeda. Un código de connivencia que describe técnicas de asesinatos de «infieles». Entre otras, con un objeto afilado, «donde las venas y las arterias convergen en el cuello».

El horror ha ido en aumento. Y ha generado paranoia frente al terrorismo. En especial, desde que el gobierno norteamericano decidió reforzar sus medidas de seguridad a raíz de informes de inteligencia superados por los atentados de 2001.

Paranoia en el Reino Unido, Italia y Paquistán. Hasta el presidente de El Salvador, Tony Saca, tan distante de la jihad como Ushuaia de Alaska, ha recibido amenazas de Al-Qaeda si decide renovar la tropa en Irak. El último vestigio de la Brigada Plus Ultra, comandada por España e integrada por la República Dominicana, Nicaragua y Honduras hasta abril.

En Medio Oriente, convulsionado, Hamas sentó el precedente con un muchacho de 22 años. En los Estados Unidos, invulnerable, Al-Qaeda zanjó sus diferencias internas con métodos parecidos. En España, amenazada por ETA, los terroristas se valieron de teléfonos celulares y mochilas para sembrar espanto y pánico. En todos los casos falló la inteligencia, falló la imaginación y falló, más que todo, la percepción. De lo que eran capaces, por más que no pertenecieran a facciones asociadas.



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