Cambio de guardia




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Razones de fuerza mayor, empezando por el calendario propio y las amenazas ajenas, precipitaron la decisión de Bush

EN forma simultánea con la precipitada ceremonia de transferencia de la soberanía de Irak, furtiva, casi clandestina, un video de pésima calidad difundido por el canal árabe Al-Jazeera mostraba la aparente ejecución con un disparo en la nuca de un soldado norteamericano secuestrado hacía tres meses. Esa otra ceremonia, también furtiva y casi clandestina, reflejaba la consecuencia más tenebrosa de una acción, o una reacción, que apuró el final de una dictadura y el comienzo de una paradoja. Complemento, no esencia, de la mentada lucha contra el terrorismo.

En otras circunstancias, o en otros tiempos, quizás el honor hubiera primado sobre el orgullo. De ahí, el resultado difuso de la guerra: la entrega de las llaves de los palacios de Bagdad a las autoridades provisionales de Irak, adelantada dos días por razones de seguridad, no estuvo signada por la gloria de una victoria militar ni de la liberación de un pueblo oprimido, sino por imperio de otra tiranía: el calendario. Sobre todo, el calendario electoral de George W. Bush, ansioso por reincidir en la Casa Blanca.

Fue un cambio de guardia custodiado por expertos, las tropas norteamericanas. Signado, también, el cambio de guardia, por las amenazas de decapitación que pendían sobre tres civiles turcos, rehenes de la red de Abu Musab Al Zarqawi, brazo de Al-Qaeda en Irak, valuada su cabeza en 25 millones de dólares, mientras Bush departía con su socio Tony Blair y los otros líderes de la alianza atlántica (OTAN) en Estambul, cercado por atentados.

Detrás de los pasos del virrey Paul Bremer, el primero en embarcarse en un avión militar rumbo a Washington, quedaban las huellas de una acción, o una reacción, de desenlace tan incierto como la soga al cuello de Saddam Hussein, irónicamente juzgado con las leyes redactadas durante sus 35 años de unicato. Esas leyes, empezando por la Constitución, vedan la posibilidad de someter ante un tribunal al presidente mientras ejerce el cargo.

Clave, entonces, de sus primeras palabras: “Soy Saddam Hussein, el presidente de Irak”. Y de su posterior alegato: “Esto es puro teatro; el verdadero criminal es Bush”. Antes, con su habitual arrogancia y sus bigotes teñidos, hubiera dicho que era, también, el líder glorioso, el descendiente directo del Profeta y el presidente del Consejo de Mando Revolucionario. Le bastó ahora, barbado y desgarbado, sin un abogado a su diestra, con omitir la guerra y, al mejor estilo norteamericano, ampararse en las leyes, no en los hombres.

Bush evitó verlo por televisión. Estaba en la Casa Blanca, pero, como en otras ocasiones y a diferencia de su padre, prefirió no sintonizar CNN ni otro canal de noticias. En su fuero íntimo había dictado una página más a la historia el lunes por la mañana, a las 10.26 de Estambul, cuando aprobó una nota manuscrita de la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, que detallaba el plan secreto para la transferencia de la soberanía de Irak. Sonrió y escribió: “Que reine la libertad”.

En el banquillo estaba finalmente el tirano, prodigio de la crueldad. De la sumisión de un pueblo entero bajo la bota de un régimen capaz de humillar, torturar y aplastar a todo aquel que no aceptara su autoridad. Saddam no ordenaba sólo la represión de los religiosos shiitas o de los mullah, sino, también, la persecución de sus parientes y amigos. Los castigos o las purgas eran, a veces, advertencias dirigidas, en realidad, a súbditos, enemigos o eventuales rivales. En el terror, precisamente, afirmaba su fortaleza.

¿Era terrorista? Era un tirano, detestado por muchos de los líderes árabes que, con tal de deshacerse de él, abrazaron la causa de Bush. Esa causa, sin embargo, lejos estuvo de emular los llamados bombardeos higiénicos de Kosovo: entre el 19 de marzo de 2003 y fines de junio de 2004, según estudios privados de Washington, murieron entre 9000 y 11.000 civiles iraquíes, casi 1000 militares de la coalición (más de 630 eran norteamericanos), de 50 a 90 civiles extranjeros (entre ellos, 36 norteamericanos) y unos 30 periodistas de diferentes nacionalidades.

La doctrina de la seguridad nacional, planteada como base de las guerras preventivas, se sostenía en la lucha contra el terrorismo. El derrocamiento de Saddam prodigó el efecto más indeseable: Al-Qaeda reclutó en ese período unos 18.000 miembros, según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres. Entre ellos, 1000 iraquíes.

En el recuento corregido del Departamento de Estado no disminuyeron los atentados terroristas en 2003, como se ufanó en un principio el subsecretario Richard Armitage, “evidencia clara de que estamos ganando la guerra”. Hubo, en realidad, tres más que en 2002. Es decir, 208 en los cuales murieron 625 personas en varios países.

Si de éxitos se trata en una campaña que insumió 15 meses, Bush obtuvo uno solo: tumbar al “tipo que quiso matar a mi papá”. Un logro personal, digamos. Falló, empero, en las razones de la guerra: no halló indicios del armamento no convencional que iba a justificarla ni de las conexiones de Saddam con Osama ben Laden.

Un cambio de gobierno en Irak iba a sofocar el peligro. ¿De veras? Ni atenuó el peligro, ni prendió en los países árabes, encantados con el derrumbe de Saddam y de su estatua, la semilla de la democracia. ¿De qué democracia hablaba Bush? En principio, de una inspirada en la norteamericana con la convicción de que la gente, sea de la nacionalidad que fuere, cree en valores como la tolerancia, respeta al prójimo y se guía por la fe. En ese caso, los abusos de poder, como las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, no han sido más que desvíos involuntarios o fallas del sistema.

La democracia, no obstante ello, no deriva de la Biblia, sino de la Constitución. Y la Constitución, inspirada en los padres fundadores norteamericanos, establece una división de poderes que, como tal, restringe el poder absoluto. El que corrompe, precisamente.

La Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos impidió que Bush decidiera por sí mismo el destino de los detenidos bajo la sospecha de haber sido terroristas de Al-Qaeda o miembros del régimen talibán, mantenidos en un limbo legal más propio de una autocracia que de una democracia.

Leyes, más que hombres, han forjado la democracia norteamericana. Leyes despojadas de una ceremonia furtiva, casi clandestina, como la precipitada transferencia de la soberanía de Irak. Una maniobra, apurada por el calendario electoral de Bush, en la cual la partida urgente del virrey Bremer no reflejó satisfacción alguna, sino la esencia de la paradoja: miedo a las represalias a pesar de contar con todo el poder y, presumo, toda la gloria.



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