Otro ladrillo en la pared




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Todos los caminos conducen a Al-Qaeda, mientras el padre de todos los atentados, Ben Laden, sigue siendo una incógnita

Entre el martillo norteamericano y el yunque islámico, la realidad fragua, golpe a golpe, la silueta del nuevo mundo. Menos seguro, como auguró Bush. Más dañino, como convino Blair. Más o menos parecido al conocido antes del fatídico 11 de septiembre. Cada vez más familiarizado, empero, con las paradojas: un general de apellido Sánchez (no Motors), y nombre Ricardo (no Richard), comandante de las tropas de ocupación en Irak, promete mano blanda, o advierte la inutilidad de la mano dura, en coincidencia con el coche bomba que detonó en la embajada de Jordania en Bagdad y, cual broche, con la invasión de gente de a pie, o no tanto, que terminó el trabajo sucio, destrozando los retratos del rey Abdallah II y de su finado padre, Hussein.

Tan visceral es el odio entre árabes por haber apoyado al Gran Satán en la segunda Guerra del Golfo, en el caso de Jordania, que ni el refugio concedido a Raghd y Rana Hussein, hijas de Saddam, pudo atenuarlo. O, al revés, pudo exaltarlo, como las redadas, dictadas por los Estados Unidos, contra la banda Al-Qaeda.

Ligada, en principio, al atentado en Bagdad, al igual que, horas antes, a la voladura del hotel Marriott, en Yakarta, Indonesia, previa a la condena de Amrozi bin Nurhasym, autor material de los ataques contra un restaurante y una discoteca en Bali, en octubre de 2002, en los cuales murieron 202 personas. En ellos estuvo, también, la mano de Al-Qaeda, socia del grupo Jemaah Islamiyah en el país con mayor población musulmana del planeta.

En la silueta del nuevo mundo, fraguada a golpes, convergen otros odios: la pared con la cual Sharon piensa separar a Israel de los territorios palestinos, de modo de prevenir el ingreso de atacantes suicidas, ha provocado rechazos entre los propios israelíes. Como el periodista Ehud Yaari, experto en asuntos de Medio Oriente de orientación laborista: en una comida ofrecida por el embajador de Israel en Buenos Aires, Benjamín Oron, dejó entrever que la cerca (no la pared, corrigió) era una mala idea.

Sobre todo, en momentos cruciales de la hoja de ruta, acordada por Sharon y el primer ministro palestino, Mahmud Abbas (Abu Mazen), con letra y música de los Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia, mientras Arafat, el poder detrás del poder, casi emula a su contemporáneo Pinochet: ni una hoja se mueve en Palestina sin su consentimiento.

Con ambos frentes abiertos (la paz en Medio Oriente sin fecha de vencimiento de la segunda intifada, o sublevación palestina, y la errática democratización de Irak en medio de una guerra de guerrillas que amenaza con evolucionar hacia el terrorismo), Bush se propone sucederse a sí mismo. Con otro frente abierto, quizá más urgente: el duelo por los soldados muertos en la guerra, y en la posguerra, y el reclamo de los contribuyentes.

Señales de una súbita inversión de las prioridades: un atolladero político en Irak, después del costo en vidas y en dólares, podría ser un boomerang para Bush. De ahí, el mayor interés en retomar la raíz del problema: Medio Oriente. Y, mientras Sharon construye lentamente la cerca (o la pared) de 600 kilómetros de extensión, ganándose gratuitamente la fama odiosa de crear otro apartheid, unos y otros comienzan a alejarse en forma tímida de la retórica de la violencia retomada en septiembre de 2000.

Sharon ha dado algunos pasos: liberó a 340 de los 6000 prisioneros palestinos y desmanteló dos retenes al sur de Jenín, norte de Cisjordania, creados como consecuencia de la segunda intifada, al igual que otros ya extinguidos. Estaba dentro de lo acordado con Bush en Washington, en donde estuvo, también, Mazen, sellando la tregua por tres meses proclamada el 29 de junio.

En la manga, los palestinos conservan su as: los ataques suicidas. Contra ellos, más allá de la inteligencia, no ha habido ejército convencional capaz de dar una respuesta efectiva ni líder capaz de plantear una réplica que no fuera convencional. Razón de ser del eje del mal, en definitiva. Compuesto por Estados, como Irak, Irán y Corea del Norte, en lugar de grupos terroristas.

El coche bomba que hizo trizas la embajada de Jordania en Bagdad ha sido el primer atentado contra un blanco árabe en la posguerra. Asociado, no obstante ello, con los vínculos de ese país con los Estados Unidos, recompuestos después de haberse rehusado a colaborar en la primera Guerra del Golfo. El objetivo no era fomentar la guerra de guerrillas, sino subir la apuesta hacia el terrorismo y castigar a un gobierno extranjero, provocando daños civiles, por sus decisiones políticas. En su idioma, por la traición a la jihad (guerra santa). Que no empezó en 2001.

La Revolución Francesa tampoco empezó en 1789. La última, al menos, empezó el día en que una pianista como la consejera de seguridad nacional, Condoleezza Rice, presentada por Bush como Condi Arroz ante presidentes de habla hispana como Néstor Kirchner, se dejó llevar por el furor de las papas libertad en desmedro de las papas francesas: punish France (castigar a Francia), espetó.

Después de la guerra contra Irak, Bush recompuso las relaciones con Chirac, pero, como esquirlas de la munición gastada en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, han quedado desde el mote de la vieja Europa, rubricado por el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, hasta las calcomanías «After Irak, Chirac (Después de Irak, Chirac)», pegadas en los paragolpes de los autos.

Sin advertir, antes, que Chirac no iba a liar a Francia con la coalición, como en 1991. A riesgo de no compartir contratos petroleros, tal vez, como Gran Bretaña, España o, incluso, Polonia. O, acaso, de modo de presionar por ellos.

Hasta cierto punto, Bush pensaba que iba a ser más fácil. Que, una vez liberados Irak y él mismo del yugo de Saddam, las condiciones iban a estar maduras para aplicar en tiempo récord reformas reales en el mundo árabe, guiadas por la democracia y el libre comercio como en América latina después de las dictaduras militares, con gran consenso popular. Era la oportunidad hallada en la crisis. Es decir, en los atentados de 2001.

Falló de entrada en su certeza de que los soldados norteamericanos iban a ser recibidos como reyes magos en Irak. O, consumada la guerra, en otra posibilidad: que se casaran primero y se enamoraran después.

No reparó en la memoria. Varias, y reiteradas, violaciones de los derechos humanos entre los árabes no han sido condenadas por los Estados Unidos. Ni reparó en las alianzas de circunstancia con líderes tan indeseables como Saddam; con el mismo Saddam, vamos. Ni reparó en el creciente sentimiento antinorteamericano o, al revés, en la creciente simpatía hacia Osama ben Laden. La silueta fraguada entre el martillo norteamericano y el yunque islámico. Llave si aparece, como las armas químicas, de las hendijas de la pared (o la cerca) detrás de la cual serpentea, menos seguro, más dañino, el nuevo mundo.



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