Otro día para morir




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Con la guerra contra Irak, Bush ha consumado el paradigma de la seguridad preventiva en desmedro del viejo orden

Apenas 24 horas después de la voladura de las Torres Gemelas surgió, en el círculo íntimo de Bush, la segunda fase de la réplica. Le atribuyen a Rumsfeld haber planteado: «¿Por qué no vamos por Irak, además de ir por Al-Qaeda?» Tenía cierta lógica: era más fácil concentrarse en una guerra convencional que podían ganar que en otra, no convencional, que debían ganar. Ganaron, finalmente, la guerra que podían ganar. La convencional. La otra, la no convencional, debía esperar. O, como Ben Laden, Saddam, el cielo y el infierno, podía esperar.

La persecución del régimen talibán, en Afganistán, iba a ser la primera fase del plan que llamó Bush la causa más noble y la tarea más difícil: superar la maldad. Con ese sesgo religioso, al cual debe su adiós al Jack Daniels y su bienvenida a Cristo en sus tempranos 40, encaró, promediando los 56, la cruzada que procuró no llamar cruzada, así como la operación Libertad Duradera que procuró no llamar operación Justicia Infinita y, después, la tormenta perfecta que procuró no llamar Tormenta del Desierto.

Esta vez, con los atentados a flor de piel, la propuesta de Rumsfeld encajaba en la réplica convencional frente al enemigo, o el desafío, no convencional: no podían vencer ni contener al terrorismo si no llevaban la guerra a los territorios desde los cuales, presumían, lanzaba sus ataques. Saddam, «el tipo que quiso matar a mi papá», según Bush, era una asignatura pendiente. Vinculada, casualmente, con el derecho bíblico de los norteamericanos de llenar el tanque de combustible a dólar y medio el galón.

Era la segunda fase del plan. O, tal vez, el momento en el cual Bush entendía, y daba a entender, aquella señal por la cual confesó a un telepredicador, en 1998, que iba a ser candidato a presidente: «He escuchado la llamada –dijo–. Creo que Dios quiere que me presente en las elecciones».

De las elecciones, empañadas por las urnas preñadas en el Estado de su hermano Jeb y por la intervención inusitada del Tribunal Supremo, emergió un mandatario débil. Con legitimidad escasa: su rival, Al Gore, había obtenido más votos que él. Que, a su vez, atropellado en su visión primaria del mundo, iba a llamar Eslovaquia a Eslovenia, kosovianos a los kosovares y grecianos a los griegos; iba a negarse a responder preguntas «en francés, en inglés o en mexicano»; iba a prometer a los líderes de Medio Oriente que «la paz nunca llegará», e iba a compadecerse de «un país que sufre terribles padecimientos». De África hablaba.

Del trauma del 11 de septiembre surgió, a tono con la lógica de Rumsfeld, la remozada doctrina de seguridad norteamericana. Un nuevo paradigma. Del cual Irak ha sido, después de Afganistán, otro ensayo general (de mayor envergadura por el derrumbe del régimen nefasto de Saddam) y un mensaje en sí mismo, autorizada la CIA a cometer asesinatos selectivos en el exterior. Preventivos, como las guerras.

Quien quiera oír que oiga, pues: están con nosotros o están contra nosotros. O, según Bush, hago lo que digo. Y, de ese modo, no me anticipo al futuro ni me adapto a él. Lo construyo a mi imagen y semejanza, amparado en miedos propios que convierto en ajenos. Resuelvo, así, el dilema entre el aislacionismo interno y la responsabilidad externa, imponiendo mi orden constitucional, mis intereses nacionales y, si cuadra, hasta los valores de mis padres fundadores. ¿Francia y Alemania? Pueden, y deben, esperar, por más poder de veto que tengan en las Naciones Unidas. ¿Los países árabes? Deben, y pueden, esperar, por más reservas de petróleo que cobijen bajo sus pies.

No han sido víctimas de los Estados Unidos, después de todo, sino de ellos mismos. De ahí, la pasividad durante los bombardeos contra Irak. Una oportunidad única de deshacerse del «tipo que quiso matar a mi papá». Y, para los monarcas y los gobernantes árabes, una oportunidad única de deshacerse del tipo que quiso destrozar el equilibrio del Golfo Pérsico.

Sin necesidad de enrolarse en la coalición ni de enlodarse en la tradición, curtidas hasta las clases medias en el rechazo de todo aquello que remita a la perdición norteamericana. Razón de ser de los atentados ordenados por Ben Laden: demostró, como Khomeini y Saddam, que los Estados Unidos, tildados de títeres de Israel, no eran más que un tigre de papel. Tan vulnerables como sus símbolos, desplomados a precio de costo (un puñado de suicidas). Casi gratis.

Tenía cierta lógica, como el planteo de Rumsfeld: era más importante ganarse el respeto que la compasión, como observó alguna vez el finado Hafez al-Assad, presidente de Siria, atacando un territorio lejano (los Estados Unidos) en lugar de un territorio cercano (sus propios gobiernos). Era más difícil derribar regímenes afianzados que blancos insospechados.

En forma indirecta, el golpe de Ben Laden dio en la quijada en la que quería dar: desbarató la versión oficial de una relación supuestamente pacífica entre árabes y norteamericanos frente a gente más joven, más pobre y más descontenta. El odio no es más que una pantalla, a veces, para distraer a los demás de otros problemas.

Con la ventaja adicional, en 2001, de la presunta debilidad de Bush, patente en las elecciones del año anterior. Y de su prédica compasiva. Tan compasiva, pensándolo bien, que no perdonó a ninguno de los 152 ejecutados en Texas durante su gobernación, ignorando, como en la guerra contra Irak, hasta las súplicas del Papa.

Poco influyentes en un país de mayoría protestante que, según Norman Birnbaum, catedrático emérito de Ciencias Sociales de la Universidad de Georgetown, no es una democracia multicultural, sino una teocracia. En especial, si uno toma en serio las prédicas de Bush. Cada vez más familiarizadas con su implacable lectura matinal de los párrafos evangélicos de Oswald Chambers, ministro de las tropas británicas en la Primera Guerra Mundial.

Previa a la plegaria que comparte con su gabinete. En el cual la lógica de Rumsfeld y compañía dicta que las Naciones Unidas han permanecido paralizadas durante la Guerra Fría. Que el Reino Unido no recuperó las Malvinas gracias a ellas, sino a sí mismo. Que la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del imperio soviético y la liberación de Europa del Este se debieron a la alianza atlántica (OTAN). Y que, después, puestas a prueba en Kosovo, fracasaron en su afán de frenar la limpieza étnica de Milosevic.

La cruzada en Irak no ha sido más que otra guerra justa, a los ojos de San Agustín, contra terroristas que, en la lucha del bien contra el mal, Bush procuró no llamar demonios. Término que se le escapó, sin embargo, en una entrevista con Newsweek, como el paradero de Ben Laden y de Saddam, y la evidencia de las armas químicas, al final de las batallas. Que, en definitiva, pueden, y deben, esperar, como el cielo y el infierno.



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