El pequeño fascista reanimado




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Tan reacia a la globalización como la izquierda radical, la extrema derecha gana espacios gracias a los errores ajenos

Ese enano fascista (que, dicen, todos llevamos dentro) no estaba muerto ni andaba de parranda. Merodeaba en el desencanto, oculto. En espera de una excusa, o de una ocasión, con tal de saltar tapias y, ninguneando minorías, hacer esquina en la intolerancia. Con un resucitado, Jean-Marie Le Pen, en Francia, y un muerto, Pim Fortuyn, en Holanda. En espera, ahora, de mejor excusa, u ocasión, con tal de recomponer, quizás, el identikit de bigote irresuelto que, casualmente, usó votos, antes que botas, en su afán de espantar duendes y ángeles, profesando odio hacia la diversidad social.

Odio reciclado, más de medio siglo después, en movimientos, no partidos convencionales, prendidos con alfileres. En contra de la Europa del euro, en principio. En contra de la globalización, también. En contra, en definitiva, de los extranjeros. Los de baja estofa, según ellos. Los otros. Los diferentes. Los únicos, en tiempos de prosperidad, capaces de trabajar de sol a sol en el campo, por salarios ínfimos a veces, o de limpiar miserias en los baños públicos, provocando dolor de pupilas en lugar de compasión. O, acaso, rechazo por falta de mérito. El mérito, o el privilegio, de pertenecer. De ser nyc (nacidos y criados).

Raras coincidencias, en algunos casos, con la izquierda más radical. Por más que la extrema derecha, encarnada tanto en el resucitado Le Pen y en el finado Fortuyn como en Pia Kjaersgaard, del Partido del Pueblo, en Dinamarca, y en Filip Dewinter, líder del Vlaams Blok, en Bélgica, no se proponga, ni pueda, saltar todas las tapias: ha adoptado el régimen parlamentario como carretera y el liberalismo económico como peaje, aceitando de ese modo los ejes de su discurso. Segura de que debe conciliar el legado del nazismo y del fascismo con el McWorld. Que detesta, en realidad.

Aparece, o reaparece, Le Pen, sin embargo, y causa temor. Inquieta, al menos. ¿Por qué, en la primera vuelta de las elecciones francesas, supera holgadamente los cinco millones de votos? No sólo por su cruzada antiinmigratoria. Un detalle, casi, frente a la madre, y el padre, del desencanto: la corrupción. Caldo de cultivo, al fin, de los profetas del odio. Como, en Italia, Umberto Bossi, curioso puntal de Silvio Berlusconi, no eximido de sospechas, por negocios varios, una década después de que el proceso Mani Pulite (Manos Limpias) arrasó con la democracia cristiana, de Giulio Andreotti, y con el socialismo vernáculo, de Bettino Craxi, a raíz del escándalo Tangentopoli (Sobornópolis, digamos).

Nada del otro mundo frente a los enredos de François Mitterrand y de Helmut Kohl. Oportunos promotores, o prohombres, de una bisagra en la historia, la caída del Muro de Berlín, que, no obstante ello, apenas alcanzó a ocultar la basura debajo de la alfombra mientras surgían, como hongos, movimientos racistas, xenófobos y ultranacionalistas de la talla irónica del Partido de la Libertad, de Joerg Haider, en Austria. Irónica por el nombre, no por el contenido.

Irónica, asimismo, por la negación de la política, y de los políticos, dentro de la política. Como en casa. O como en Holanda, conmovida por el espantoso crimen de Fortuyn. En figurillas debió vérselas el primer ministro Wim Kok, laborista, durante los funerales. Lo tildaron de asesino (de instigador, aclaro) mientras flameaba la bandera del Vlaams Blok, la ultraderecha flamenca, finalmente arriada.

Todo por el mismo precio y al mismo tiempo. Perdió Le Pen en la segunda vuelta de Francia. Un toque de mesura, después del sofocón en el que quedó knock out el primer ministro Lionel Jospin, si no hubiera sido por las siete causas penales, por corrupción, en las cuales está mencionado el ganador, Jacques Chirac, reincidente en la presidencia. Razón por la cual la opción, según la prensa gala, era entre un sospechoso y un extremista. Escojan, pues. Vive la France!

Por la derecha, rozando peligrosamente los extremos, prevalece una suerte de repliegue hacia los adentros. Que, como en Alemania, va de menor a mayor. Con la derrota de los socialdemócratas en el Estado de Sajonia-Anhalt, después de una década de hegemonía, frente a una coalición conservadora cuya campaña, cuentan, ha estado centrada en la descalificación de la política, y de los políticos, así como del neoliberalismo, de la globalización y de la inseguridad. Inseguridad que no atribuyen a los skinheads (cabezas rapadas), sino a los extranjeros.

Mete tanto miedo la intolerancia como la libertad. ¿Son fascistas, o neofascistas, aquellos que votaron a Le Pen? Nada que ver. Pidieron no verse postergados frente a una legión de inmigrantes, virtualmente beneficiada por el Estado, que, francamente, no entona con idéntico fervor La Marsellesa ni comulga con sus valores y sus costumbres. Ni, menos que menos, con el interés nacional, más arraigado en Francia que en la vecindad.

Obstáculo no sorteado por los partidos tradicionales, enfrascados en dilemas internos, ideológicos frecuentemente, por los cuales la izquierda racional, sea socialdemócrata, sea laborista, terminó embarcándose en una guerra, Kosovo, permitiendo que los Estados Unidos pusieran un pie en Europa, pero reniega de ella, como método, por haber abrazado el pacifismo en los 70.

Tremoló, en Francia, la grogne. El cabreo español. La bronca nuestra, de cada día, por la cual el voto, como en octubre, devino en un castigo. Por factores múltiples, empezando por los reparos a salir de noche ante la posibilidad de un atraco en la esquina. La esquina de la intolerancia.

Intolerancia que llevó a muchos, después de la primera vuelta, a tomarse la cabeza con las manos: “¿Qué hemos hecho?” Para merecer esto, agrega Almodóvar. Habían detonado una bomba llamada Le Pen. Que, con su Frente Nacional, puso en aprietos la esencia de la democracia: “Vini, vidi, vici (llegué, vi, vencí)”, se habrá dicho. Como César. Equiparado el fenómeno con la victoria de Haider en Austria. Exceso, si lo fue, luego reparado, poniendo un tope, de dos de cada 10, a su presunta clientela.

Roto el huevo de la serpiente, el brutal asesinato de Fortuyn cobró un mártir. Velado con honores de estadista, emulando un mito, por haber desbancado a los laboristas de su feudo de Rotterdam en las elecciones municipales de marzo. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial.

Señal de alerta, no interpretada en forma cabal, en la que prevalece, como antes desde la izquierda, la preferencia por aquello que parece políticamente incorrecto. Incorrecto, no incorregible, por más que la agresión verbal, con gestos descarriados e índices en alto, sea, en defensa propia, el mejor ataque contra aquellos que, piensan, no mueven un dedo por ellos.

Obstáculo no sorteado, tampoco, por los partidos tradicionales, convencidos de que la irrupción de la extrema derecha no vulnera la democracia. Cierto, pero, mientras tanto, ese pequeño enano fascista (que, dicen, todos llevamos dentro) trepa por los hombros, espantando duendes y ángeles.



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