Cuando ya me empiece a quedar solo




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Vino a echar luz Fidel Castro. De nuevo. Sin él, los participantes del X Encuentro del Foro de San Pablo, realizado en La Habana, se habrían privado del diagnóstico más preciso, y más sagaz, de la crisis argentina: «Es que todavía existe una ficción de que hay un presidente», dijo, irónico. O burlón. Con el tono de aquel que celebra el quebranto ajeno para atenuar, o disimular, el propio.

Propio de Castro, digamos. De la rima consonante con la cual, en un discurso de apenas cinco horas y cinco minutos, prodigó sus mejores deseos para la tierra del Che: «¿Hay que soplar? –dijo–. No hay que soplar. Eso se derrumba. Eso no tiene remedio. Es insostenible». Y echó más luz aún. O leña: «Ya el neoliberalismo los había liquidado y la crisis los hizo picadillo».

Gracias, Fidel. Un amigo. De esos que siempre están. Sobre todo, en los peores momentos, tendiendo su mano franca y su consejo acertado. Sin interés, como la deuda que Cuba no paga a la Argentina. O, como durante la dictadura militar, presto a preservarla, codo a codo con la Unión Soviética, gran importadora de granos, con tal de que no fuera condenada por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en Ginebra.

¿Desaparecidos, torturas, excesos? Mera ficción. Como Fernando de la Rúa. O, en su mentado análisis de la crisis argentina, el neoliberalismo químicamente puro de Domingo Cavallo, tildado de caballerito y de caballo.

«Con el peso de las cadenas de acero del neoliberalismo, la economía argentina se hundió», redondeó, seguro de que hablaba para la tribuna. La propia, la cautiva. La otra paga el precio de pensar distinto.

Son las reglas de Castro. Admirado, casi venerado, por Hugo Chávez. Un bombero que, como De la Rúa, debió enfrentar en la misma semana las llamas, y los cacerolazos, del desencanto popular. Alentadas en forma implícita por la clientela de los partidos tradicionales de Venezuela, la Acción Democrática (AD), socialdemócrata, y el Comité Político Electoral Independiente (Copei), socialcristiano. Víctimas de cuatro décadas de alternancia entre el desgobierno y la corrupción.

El paro patronal, auspiciado por la Federación de Cámaras (Fedecámaras) con la adhesión del sindicalismo no oficial, significó la mayor protesta contra Chávez desde su asunción, en febrero de 1999. Siete años después de haber intentado derrocar a Carlos Andrés Pérez con la boina roja del Batallón de Paracaidistas Coronel Antonio Nicolás Briceño, de Cuartel Páez, Maracay.

Siete huelgas después de su asunción, en diciembre de 1999, De la Rúa no se ofreció como mediador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Ni estrechó lazos con Muammar Khadafy y con Saddam Hussein; menos aún con Castro. Ni protegió por un tiempo a Vladimiro Montesinos, el monje negro de Fujimori. Ni pateó el tablero de la globalización con un modelo de concentración, unificación y concentración de poder, presuntamente inspirado en sus ideales bolivarianos, capaz de rajar la delicada porcelana de la democracia.

No jugó con fuego, como Chávez. Anverso y reverso. Opuestos en todo. Sólo coinciden en aducir que cargan con la cruz del despilfarro de sus antecesores. Y reciben, cual boomerang , duros reveses por permitir que el Estado interfiera en la vida de la gente.

En Venezuela, con 49 decretos que, promulgados sin debate parlamentario, vulnerarían la propiedad privada, dejando de lado el sistema representativo; en la Argentina, con limitaciones para disponer libremente de los fondos depositados en los bancos, después de haber gravado impuestos hasta debajo de la cama, en medio de un debate tan alentador como devaluar la moneda, dolarizar la economía o declarar la cesación de pagos de la deuda externa.

Si no fuera por Castro, ambos estarían solos. En el caso de Chávez, de temperamento impulsivo, la protesta ha demostrado, por primera vez en poco menos de tres años, que es vulnerable y que el esquema unipersonal sobre el cual basó su revolución comienza, y termina, con él. En el caso de De la Rúa, de temperamento apocado, la protesta ha demostrado, por primera vez en poco más de dos años, que la depresión es contagiosa y que, como en Venezuela, no proviene sólo de fulanos de nadie que nada tienen.

Pensar como comunista o nacionalista a los 20 y como conservador a los 40 es algo así como pensar, respectivamente, como incendiario y como bombero.

Son las reglas de Castro, dichoso de que el embargo comercial norteamericano perpetúe su régimen por los siglos de los siglos. Amén de tener los mismos enemigos que los libros: el tiempo, la humedad, el fuego y su contenido.

Contenido que, sin desbarrancar en una dictadura, procura adoptar Chávez, su mejor discípulo y aliado, lanzando slogans setentistas frente a la huega: «¡Temblad, oligarcas!» Como si de lucha de clases se tratara en el cuarto país exportador de petróleo del mundo, con su 80 por ciento de pobres y sus divisas en el exterior. Y con un discurso sobre el neoliberalismo que, en la tribuna propia, o cautiva, sólo obtuvo la aprobación y el aplauso de Castro: «Es el diablo vestido de Dios –dijo–. Daña la economía, daña la sociedad, daña la política».

Dañado está el sistema en su conjunto. En especial, después de los atentados del 11 de septiembre. Con los guerrilleros colombianos, liados al narcotráfico, como peligro potencial de una región en la cual las presuntas células terroristas dormidas de la Triple Frontera (compartida por la Argentina, Brasil y Paraguay) encienden luces rojas en los tableros de Washington. De alerta, al menos.

Luces rojas que, curiosamente, no enciende De la Rúa por sí mismo, sino la Argentina, con su tasa de riesgo, su falta de crédito y su exceso de confianza, por más que envíe tropas a Afganistán después de haberse mostrado dispuesta a todo con tal de socorrer a los Estados Unidos en su desgracia.

Gestos, o actitudes, que no alcanzan, al parecer, para convencer al Fondo Monetario de que no son necesarios los paraguas cuando hay sol. Ni a Castro de que tampoco es necesario que venga a echar luz al purgatorio con su propia ficción del Paraíso.



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