La mitad partida por la mitad




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Hasta poco antes de los atentados, Washington creía que el régimen talibán era el apropiado para preservar sus intereses

Cualquier parecido con la realidad no es más que una coincidencia. Pura casualidad. O, acaso, mera travesura de la imaginación: «Volveremos a ser amantes bajo el sol de Acapulco / o a la orilla de una barricada / incendiada en la Frontera de Gaza. / Si no tomaré por asalto un 747 / en dirección opuesta a los horizontes / me coronarán mina terrorista / y volaremos entre el humo colorado de una explosión / así recogerían nuestros pedazos / y volveríamos a la madera / como cuerda de guitarra. / Hundida en el mar».

¿Apología de los atentados? Tarek William Saab, presidente de la Comisión de Política Exterior de la Asamblea Nacional de Venezuela, no tomó por asalto un 747 en dirección opuesta a los horizontes, ni se coronó mina terrorista, ni voló entre el humo colorado de una explosión. Sólo escribió el poema, titulado Al Fatah, una década antes del espanto, reunido ahora en su antología Cielo a media asta.

La coincidencia, esta vez, guarda enorme parecido con la realidad. Pero la realidad, declarada la intolerancia contra la intolerancia después del 11 de septiembre, cobró su primera víctima: la verdad. Como en toda guerra. Y aquello que no era más que pura casualidad, o mera travesura de la imaginación, terminó dando la razón al primer disparo de Jean- François Revel desde su barricada, o libro, El conocimiento inútil: «La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira». De la cual, a su vez, sólo pueden echar mano los médicos y las mujeres. En teoría.

Cinco años antes del escándalo Watergate, Richard Nixon dijo: «Prometemos decir siempre la verdad, ver las cosas tal como son y enunciarlas tal como son; encontrar la verdad, decir la verdad y vivir con la verdad».

En el ideario norteamericano, Nixon era incapaz de decir una verdad, George Washington era incapaz de decir una mentira y Bill Clinton era incapaz de distinguirlas.

En zigzags, el gobierno de Clinton procuró confiar en el régimen talibán: era el único capaz de sostener los intereses petroleros norteamericanos en Afganistán, por más que, por la puerta trasera, traficara opio, heroína y demás drogas ilícitas y violara los derechos humanos, al igual que la Alianza del Norte.

Iba a contramano del entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Boutros Boutros Ghali, empeñado en poner fin a la violencia en un país sumido en la miseria.

Las brutales voladuras de las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania, en agosto de 1998, coincidieron con otra realidad: Clinton iba a admitir su relación con la becaria Monica Lewinsky, negada durante meses. Y, asimismo, con la ligazón entre Osama ben Laden, colaborador descarriado de la CIA, y el régimen talibán.

El petróleo podía, y debía, esperar. Seis meses, digamos. Entre el 1° de febrero de 1999 y el 2 de agosto de 2001, el gobierno norteamericano reanudó sus contactos con el mullah Omar, según Jean Charles Brisard (redactor del informe de los servicios de inteligencia franceses que Jacques Chirac entregó a Bush) y Guillaume Dasquié (periodista especializado en geopolítica e inteligencia económica), autores de Ben Laden, la verdad prohibida.

Las negociaciones con el régimen talibán habrían cobrado ímpetu por la victoria en las elecciones de noviembre de 2000 de la fórmula republicana George W. Bush-Dick Cheney, respaldada, en especial, por fortísimos grupos petroleros de Texas con los cuales ambos estuvieron vinculados en la actividad privada. Nunca decayó, de hecho, el proyecto de tender un gasoducto y oleoducto que recorriera las tripas de Afganistán, impulsado, en forma paralela, por Rusia y por China.

¿Qué papel juega Ben Laden, en definitiva? Clinton hubiera dado todo con tal de liquidarlo. Tanto a él como a su red Al Qaeda (La Base), dispersa en sucesivas réplicas de cuevas afganas en no menos de 50 países. Igual, o peor, Bush, más abofeteado aún por su demencia. Pero no han podido.

¿Dónde está, pues? Fuera de la mitad partida por la mitad en la cual ha quedado Afganistán, al parecer. Difícilmente en Arabia Saudita, su tierra: odia con más vigor a la dinastía wahabita, en el reino, que a los Estados Unidos e Israel juntos.

¿Entonces? El Pentágono dejó trascender que Yemen, la tierra de su padre, e Irak, la tierra de Saddam Hussein, podían ser los próximos blancos de la campaña Libertad Duradera, antes Justicia Infinita, ahora incertidumbre absoluta.

El hombre suele recurrir a la verdad cuando anda corto de mentiras. De ello pende el delgado hilo entre el patriotismo y la autocensura con tal de inclinar la balanza, o la opinión pública, hacia un solo lado. El lado del bien. O de la causa de Bush, unificando de ese modo el mensaje en un mundo globalizado.

Con esa causa estamos todos, convengamos. Intolerantes frente los intolerantes. Pero un avión se estrelló después de los atentados en un barrio de Nueva York, dejando un tendal de muertos y de dudas. Y la desinformación, o la información a medias, sucumbió como un aporte más al interés nacional. O, en estas circunstancias, mundial.

Fue un accidente, y ya.

Curioso correlato del pedido a las cadenas de televisión de la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, y del vocero de la Casa Blanca, Ari Fleisher, de no emitir más imágenes de Ben Laden ante la posibilidad de que transmitiera órdenes en clave a sus aliados.

Curioso correlato, también, de la carta franca otorgada por el Congreso de los Estados Unidos a los servicios de inteligencia: pueden meter las narices en donde les plazca con tal de encontrar a los terroristas y desbaratar sus planes.

Son los mismos que, ignorantes del horrendo desenlace que iban a tener las Torres Gemelas, armaron a Hussein y al régimen talibán, y protegieron a Slobodan Milosevic y a Pinochet, en sus respectivas cruzadas.

Con cálculos errados de virtuales despejes de territorios. De daños colaterales en los cuales los presuntos buenos replican con idéntica furia contra los presuntos malos. De coincidencias, casualidades y travesuras que, lejos de la imaginación, nos han hecho ganar una guerra relativamente fácil y perder una paz paradójicamente imposible.

Sobre todo, después de que tomaron por asalto un 747 en dirección opuesta a los horizontes.



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