El cartero llama dos veces




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Una suerte de plaga bíblica (o coránica) contra la cual no puede el sistema dependiente del correo

La conoció de perfil. Creyó que iba a perder la cabeza por ella… Sólo perdió la billetera. Como otros que, rendidos ante el encanto de sus ojos color caramelo, o acaramelados, aspiraron un perfume embriagador. Hechizante. Capaz de adormecerlos. Y de permitir entre ensueños que, en un parpadeo, fueran despojados de algo más que el corazón.

La muchacha dejaba, tras su taconeo, una silla vacía y una fragancia extraña. Usaba en el cuello y en el pecho un paraíso artificial de acción más rápida que un sedante natural: el borrachero, derivado de una planta frecuente en las regiones cálidas de América latina. La indiferencia frente a toda mirada provocativa comenzó a ser entonces la única vacuna eficaz contra el síndrome del fugaz amor eterno.

No tan dramático, y expandido, como el ántrax a domicilio. Una suerte de plaga bíblica. O coránica. Contra la cual no puede el sistema, dependiente del correo. Ni puede la curiosidad frente a un remitente desconocido, por más advertidos que estemos. Réplica sutil, o contraataque siniestro, de los bombardeos contra Afganistán. La segunda fase, acaso, de un plan devastador que pretende propagar el pánico como razón de ser, o marca registrada, del terrorismo, más que el holocausto del 11 de septiembre.

Con efectos demoledores en los Estados Unidos: edificios altos como el Sears Tower, de Chicago, y el Empire State, de Nueva York, cerrados en forma temporaria; parques de diversiones con movimiento escaso; incremento en el alquiler de videos en desmedro del cine; aeropuertos desolados; poca gente en los espectáculos deportivos, y merma en las órdenes de compra por Internet y por teléfono.

Sin él, y sin su versión celular, algunas víctimas del horror no hubieran podido despedirse de sus afectos. De modo de no morir lejos de sí mismos, tal vez. O de no estar solos en el momento decisivo. “No estés triste –llegó a decir Jeremy Glick antes de que su avión se estrellara cerca de Pittsburgh–. Te quiero. Quédate en línea, por favor.” Su mujer, atónita, no tuvo más consuelo que el llanto.

El fondo del corazón está más lejos que el fin del mundo. Después de escribir Los miserables, en 1862, Víctor Hugo se tomó vacaciones. No obstante ello, abrumado por la lista de best-sellers, envió a su editor, Hurst y Blackett, una carta que pretendía ser clara, concisa y concreta: «?»; quería saber cómo habían ido las ventas. La respuesta coronó sus anhelos: «!»

Si hubieran apelado al teléfono, Guinness se habría perdido un récord: la correspondencia más breve de la historia. Graham Bell demoró 14 años en hacer su primer llamado. Y, por fortuna, la humanidad tardó aún más en inventar algo tan desagradable como el contestador automático.

El teléfono atentó contra la correspondencia (las cartas redactadas a mano, de un tirón, con algún que otro error gramatical u ortográfico que demuestre espontaneidad), reivindicada después por el correo electrónico. De nada sirvió por un tiempo que Kafka le confesara de puño y letra a su amada, Milena Jarenska: «Escribir cartas es como desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente».

Los fantasmas, reciclados por el terrorismo, esperan ávidamente el descalabro, despachando muerte. Al acecho en los buzones. Como las cartas de amor, los impuestos, los telegramas de despidos y, de vez en cuando, las bombas. Con destinatarios de repercusión inmediata: el Capitolio y los medios de comunicación. Ejes, también, del sistema. Que, a los tumbos, intentaba preservarse a sí mismo en lugar de vender más Cipro, antibiótico que combate la exposición al ántrax, y antidepresivos.

Hasta el día que vivimos en peligro, al menos. Sólo estábamos azotados por la inseguridad y por las leyendas urbanas, no por los fantasmas. Con Rudolph Giuliani, alcalde de Nueva York, labrado en bronce por haber aplacado la ciudad de la furia. Por más que luciera vestidos floreados, medias caladas y tacos altos en fiestas de la farándula. Su cruzada, la tolerancia cero, asombró al mundo. Por la globalización del fenómeno. Menú combo de asaltos, violaciones, asesinatos y, en América latina en especial, robos express en taxis (paseo por los cajeros automáticos) y secuestros.

En Ciudad Gótica, la tolerancia cero, mentada y patentada entre 1994 y 1996 por William Bratton, émulo del comisionado Fierro, terminó con El Pingüino, El Acertijo, El Guasón y Gatúbela. La policía ha sido criticada por sus métodos, menos delicados que las santas reflexiones de Robin. Pero la fórmula despertó curiosidad. En Fernando de la Rúa y en Eduardo Duhalde mientras eran candidatos presidenciales, en 1999, por ejemplo, hasta que concluyeron in situ que los buenos y los malos protagonizaban una película en los Estados Unidos y otra, diferente, en la Argentina.

Giuliani, más allá del bien y del mal, halló en la reducción del delito el resquicio desde el cual iba a proyectar su carrera política y, con ella, su fama. Por un cáncer de próstata renunció a mediados de 2000 a la candidatura a senador por el Estado. Plaza que, finalmente, ganó Hillary Clinton.

Estaba en retirada. Emergió en medio del espanto, procurando mitigar miedos y, después, su secuela de maldad. Contra la cual no pueden la tolerancia cero ni la indiferencia, sino, en casa o en el trabajo, una norma tan elemental como no abrir sobres sospechosos. Y, en tierras lejanas, no usar ropa llamativa, no llevar más de lo necesario (nada que brille como el oro), no hacer ostentación de ningún tipo, no alejarse de las zonas seguras, no poner cara de turista (es decir, de oriental sonriente con bermudas y filmadora), no detener taxis en la calle (pedirlos por teléfono), no hablar con extraños, no entablar relaciones ocasionales… No, no y no.

No familiarizados aún con las caras nuevas de la inseguridad. Y, de pronto, aparecieron los atentados, los bombardeos, el ántrax y las amenazas de un cavernícola como Osama ben Laden y su banda talibán. Mucho desaliento en poco tiempo.

La cordura y la locura son países limítrofes, pero, con fronteras tan difusas como la mirada de la muchacha del perfume embriagador, uno nunca sabe si está de un lado o del otro. En su momento, la alcaldesa de San Pablo, Marta Suplicy, psicóloga, organizaba terapias de grupo en la calle con tal de atenuar la violencia. Era un psicodrama que respondía a un paradigma: «¿Qué podemos hacer para tener una ciudad feliz?» No perder la billetera, la razón y, en lo posible, el corazón.



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