Sin espacio para la neutralidad




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El martes comenzó una era brutal en la cual los EE.UU. han demostrado su capacidad para suscitar amores y odios

Por pura ignorancia, o por laguna súbita, George W. Bush reprobó su primer examen de política exterior en vísperas de las elecciones: no sabía cómo se llamaba el presidente de Paquistán. De él, sin embargo, Pervez Musharraf, criticado por su simpatía con los talibanes que apañan al terrorista Osama ben Laden, ha recibido permiso para sobrevolar su espacio aéreo. Clave en el virtual despliegue de la mayor coalición de la historia contra Afganistán como represalia por la demolición de las Torres Gemelas y de un lado del Pentágono.

Plegarias no atendidas, o pesadillas cumplidas, en las cuales el Gran Satán, versión Saddam Hussein, alterna una década después de la madre de todas las batallas entre el rostro sombrío de Bush y la barba hirsuta de Ben Laden.

Entre ellos alterna, también, la gracia divina en medio de la humillación, y del duelo, de la humanidad toda por la crueldad desatada contra los símbolos de la cultura occidental: el poder económico (Wall Street, Nueva York) y el poder militar (Main Street, Washington).

Con la espina molesta, o la mera inquietud, de la profecía de Nostradamus: “En la ciudad de los Dioses habrá un gran trueno, dos hermanos se destrozarán separándose por un caos; mientras la fortaleza soporta, el gran líder sucumbirá. La tercera gran guerra comenzará cuando la gran ciudad esté ardiendo”.

La gran ciudad, o la Gran Manzana, está ardiendo desde el martes entre hierros retorcidos, escombros esparcidos, cóleras contenidas y muertes absurdas. En intolerable coincidencia con el caos anunciado, o imaginado, en 1654. Obra de un lunático, seguramente. De un loco, tal vez.

Que 347 años después ha calado con su increíble opción apocalíptica entre el bien y el mal hasta en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional y en los discursos de Bush. Fuera de tiempo y de lugar.

Como si las estrellas del cielo, carne, o carnada, de las profecías antiguas, se hubieran mudado a las estrellas de Hollywood, carne, o carnada, de las profecías modernas.

Carne, o carnada, a su vez, de la trilogía Ordenes ejecutivas, de Tom Clancy, editada en 1996, en la cual un Boeing 747, tomado por fundamentalistas islámicos, embiste contra la cúpula del Capitolio.

¿Acertó Nostradamus? Fallamos todos. Por pura ignorancia, o por laguna súbita, jamás pensamos que el desprecio por la vida propia y ajena fuera capaz de inmolar a un puñado de dementes y de sacrificar a una multitud de inocentes en una cruzada desquiciada, reñida con la razón, en la cual, al parecer, el cielo prometido acepta como moneda el infierno terrenal.

Tampoco reparamos, quizás, en que los Estados Unidos, eje de una civilización con la nariz estropeada por la agresión y con los talones mordidos por el miedo, incuban tanto amor como odio. Y viceversa.

Con todas las sospechas sobre Ben Laden, autor de las voladuras de las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania, en agosto de 1998, y del atentado contra el destructor USS Cole, en el puerto de Adén, Yemen, en octubre de 2000.

Enrolado oportunamente, como Vladimiro Montesinos, algunos traficantes de armas y otros seres detestables, en los sótanos de la CIA. Señal de la extraordinaria capacidad de la república imperial para crear aprendices de hechiceros. O de brujos a secas. Contra los cuales no pudieron, en esta ocasión, los 30.000 millones de dólares anuales del presupuesto de los servicios de seguridad.

Estancados en hipótesis de conflicto convencionales. De un Estado contra otro. Como en la Guerra Fría. Sin cabida para la posibilidad descabellada, casi fantasiosa, de que el enemigo, con déficit cero, usara otro símbolo de la cultura occidental, las aerolíneas comerciales, cigarros con alas de la globalización, como boomerangs contra sus pies de barro.

Bush puede morir de vergüenza, no de miedo. El ataque contra su territorio ha sido el más grande, y espantoso, desde que los británicos incendiaron Washington en los albores del siglo XIX.

En agonía está el temor al fantasma de Vietnam: la muerte de soldados norteamericanos. Corregido y aumentado, en 1993, por el cadáver de uno de ellos arrastrado por las calles de Mogadiscio, Somalia, como réplica contra la Operación Devolver la Esperanza, de las Naciones Unidas (ONU). Escena macabra por la cual iba a rodar tiempo después la cabeza del secretario general, Boutros-Boutros Ghali, antecesor de Kofi Annan.

La obsesión por el suicidio terminará matándonos a todos. Por pura ignorancia, o por laguna súbita, los miedos a perder (el tiempo, el empleo, el dinero, la casa, la comida, el amor, la libertad, la democracia) han quedado resumidos en uno: el miedo a perder la vida. Lo único que no tiene repuesto. En la cultura occidental, al menos.

El miedo, disimulado con dureza e indignación, surcaba los labios de Bush mientras, en un día infame y atípico de Casa Blanca vacía, al igual que los edificios federales, cambiaba deliberadamente el orden de precedencia de su gabinete, anteponiendo el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, al secretario de Estado, Colin Powell, y prometía no distinguir entre terroristas y cómplices. Entre terroristas y Estados, convengamos. De guerra habló después, pero ya estaba declarada.

Y comenzó la búsqueda de consenso. Sin mucha alternativa: el bien o el mal; los buenos o los malos. E invocó por primera vez en la historia la aplicación del artículo quinto del acta fundacional de la alianza atlántica (OTAN). Por el cual los miembros se sienten agredidos por un acto de guerra originado en el exterior. Y convocó, asimismo, a los países musulmanes, de modo de sumar en lugar de restar en una suerte de cruzada épica.

Sin espacio para la neutralidad, como la argentina, durante la Segunda Guerra Mundial, en contra del fascismo y de su degeneración nazi. Sobre todo, ahora, vulnerable desde el momento en que no pudo sofocar los atentados contra la Embajada de Israel, en 1992, y contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), en 1994. Razón de las convocatorias del Grupo de Río, del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), como anexo de la Organización de los Estados Americanos (OEA), y de todas las siglas que supimos conseguir.

¿Es Bush el líder del bien, más allá de que haya sido reprobado en política exterior tanto en la campaña por pura ignorancia, o por laguna súbita, como en el ejercicio de la presidencia por su prédica aislacionista? Es una circunstancia.

¿Es Ben Laden el líder del mal, convencido de que matar norteamericanos y sus aliados, civiles y militares, es el deber individual de todo musulmán y de su ejército, o fábrica, de hombres bombas? Es otra circunstancia.

Perdón, ¿y dónde está el piloto?



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