Ruinas circulares




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Difícilmente israelíes y palestinos retomen el camino de la paz en tanto Sharon y Arafat sigan siendo sus líderes

De milagro salvó el pellejo Yasser Arafat. Era entonces, en el verano de 1982, el líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). En retirada del oeste de Beirut, después de una década de dominio, hacia Gaza, su nuevo enclave. Corrido por las tropas israelíes, bajo las órdenes del ministro de Defensa, Ariel Sharon.

Cada uno, enemigo íntimo del otro, siguió su carrera. Pero el destino vino a encontrarlos casi dos décadas después de la expulsión de los fedayines de Beirut, también en verano, en esta segunda intifada (sublevación palestina). Brutal. Despiadada. De réplicas mutuas hasta el fin del mundo.

Que, en la cultura de Medio Oriente, no es el Apocalipsis, sino el día en que uno muere. Un nuevo estadio. Signado por la gloria de haber cruzado el umbral divino. Razón de ser de aquellos que no temen inmolarse por Alá y llevarse con ellos la vida, o el alma, de inocentes que consideran diferentes sólo por concebir con otros ojos, idéntico corazón, el dios que el hombre, en su orgullo, hizo a su imagen y semejanza.

Arafat y Sharon, de 72 y de 73 años, respectivamente, han cruzado sus umbrales. No divinos. Acosados ahora por una violencia descarriada en la cual los ojos se fían de sí mismos y los oídos no se fían de nadie. Con advertencias más filosas que los puñales y más estruendosas que las esquirlas del terrorismo, versión israelí, y del exterminio, versión palestina. Y un presupuesto de fuego permanente, cual cruz, hasta 2006.

Círculo infernal que, según informes de la inteligencia del ejército israelí, podría desembocar en un conflicto regional mientras Arafat, alias Abu Amar antes de que la OLP fuera la Autoridad Nacional Palestina (ANP), dista cada vez más de controlar rencores propios y ajenos. En especial, de Hamas, de la Jihad Islámica y de otros grupos terroristas que ven más lejos el fondo del corazón que el fin del mundo. Y, en él, un líder. Por más que, viejo antes de serlo, sea el decano de la dirigencia árabe después de las muertes de los reyes de Marruecos y de Jordania, y del dictador sirio Hafez El Assad.

Es, para ellos, un dinosaurio, bronce en vida, que regenteó desde 1969 la OLP y que, desde 1994, preside la ANP, establecida en Gaza y en Cisjordania como consecuencia de los malogrados acuerdos de Oslo. En sintonía con el apretón de manos con Yitzhak Rabin. Que terminó como el ex primer ministro israelí: asesinado por un extremista.

¿En qué terminará la intifada, segunda parte? Liquidó toda esperanza de paz a corto plazo. No de una tregua, al menos. O de una posibilidad de que otra generación de líderes, más conciliadora de un lado y del otro, acierte en el clavo. O en la clave de la reconciliación como materia desde el jardín de infantes. Desde la cuna, en realidad.

No impuesta por terceros. Como la parábola de aquel pescador que vivía al día en un pueblito de la costa. Y que sabía que, en cuanto se quedaba sin dinero, iba mar adentro en su bote y, sin agitar demasiado las aguas, esperaba que las presas, solitas, cayeran en su red. Un poco de tedio, digamos, una mañana por semana, en medio de la rutina de la familia y del bar, respetando con puntualidad religiosa la siesta cotidiana.

La actitud, o la pereza, del pescador llamó la atención de un turista occidental. De esos que suman uno más uno, tres, y amasan, o hacen amasar, fortunas en un santiamén. Estaba tan sorprendido que pensó en voz alta: si el pescador pescaba todos los días, en lugar de una mañana por semana, podía ser millonario.

Le propuso un plan, entonces, pintándole flotas, exportaciones, riquezas y una vejez venturosa en un pueblito de la costa en el cual podría gozar de la familia y del bar, respetando con puntualidad religiosa la siesta cotidiana. El pescador, seguro de que el fin del mundo sería el día en que muriera, meneó la cabeza: ¿por qué iba a seguir el consejo del turista occidental para volver al punto de partida?

Algo parecido sucedió con los acuerdos de paz. En círculos, los israelíes han alternado entre laboristas dispuestos a las llamadas concesiones dolorosas, como Rabin y Ehud Barak, y derechistas propensos a mantener el status quo, como Benjamin Netanyahu y Sharon. En círculos, los palestinos no han dejado de depender de un hombre solo: Arafat. En círculos, también, ambos han perdido varias oportunidades de reconciliarse, por más que ningún principio de paz haya sido conveniente para unos y los otros al mismo tiempo.

Al parecer, sólo los Estados Unidos, o el turista occidental que responde a la inicial W, puede hacer algo con tal de apagar el fuego. Alimentado, más que todo, por los rencores mientras han quedado fuera de agenda, por el momento, las cuestiones de fronteras y de asentamientos. Hasta Jerusalén, piedra de toque de la intifada por el virtual retorno de los refugiados palestinos vislumbrado por Barak, ha quedado excluido.

El primer paso debería darlo Arafat, deteniendo a los cabecillas terroristas, según los israelíes. El primer paso debería darlo Sharon, deteniendo los asesinatos selectivos, según los palestinos. Ninguno de los dos, halcones al fin, prevé dar ese primer paso. Que, sin la intervención de un presidente norteamericano que ha demostrado tanta sensibilidad por la política exterior como Gandhi por la guerra, procura ser más sabio con el silencio, o con la indiferencia, que con la palabra.

Es otro verano crucial. En verano, también, han sido el golpe de Estado de Nasser contra el rey Faruk, de Egipto, en julio de 1952, y la invasión de Irak a Kuwait, en agosto de 1990. Como si el calor despertara las iras contenidas. Sin intención de Israel, según su canciller, Shimon Peres, de ocupar territorios palestinos, como Cisjordania, en medio del revuelo. Ni de salirse de la definición de terrorismo, de modo de no avivar la llama de una guerra que, si provoca la intervención externa, derivaría en el caos. Presas son unos y los otros de la red de pescadores de odios.

Dictan las crueles leyes de Medio Oriente que toda agresión debe ser respondida con otra agresión, mayor en lo posible, de modo de no mostrar debilidad y de evitar una eventual extorsión. Arafat, si no, no habría salvado de milagro el pellejo en el verano de 1982. Ni habría podido transitar las ruinas circulares en las cuales vino a encontrarse, después de tanto tiempo, con Sharon.



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