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Bush rubricó el plan de crear un escudo antimisiles mientras el millonario Tito se convertía en el primer turista espacial

Un mundo seguro, versión George W. Bush, no es necesariamente un mundo feliz, versión Aldous Huxley. Y ser feliz, o procurar serlo, no es, al menos en los Estados Unidos, un estado en cuestión, sino una cuestión de Estado: está contemplado como un derecho en la Declaración de la Independencia. Las democracias liberales, como la argentina, adoptaron y adaptaron la carta de navegación norteamericana, versión Juan Bautista Alberdi, pero soslayaron con precocidad tanguera la balada de la felicidad en sus letras constitucionales.

La felicidad, sin embargo, no depende de una norma en especial (salvo que se trate de una tal Norma), sino de las pequeñas cosas: una pequeña mansión, una pequeña cupé, un pequeño yate, una pequeña cuenta bancaria… O, en el caso de Bush, un inmenso escudo antimisiles que, con vista de lince y olfato de sabueso, advierta en las alturas un misil lanzado contra su territorio, o contra el área que proteja, y envíe otro como réplica, de modo de que despeinen con el choque alguna de las nubes que surcó el millonario norteamericano Dennis Tito en su derrotero espacial y eviten, en la calva terrestre, el efecto estampida de Nostradamus, de Orson Wells o de impuestos descabellados.

A su modo, con 60 años y una ilusión, Tito ha pagado 20 millones de dólares, una pequeña parte de su fortuna de 3000 millones, con tal ser el primer turista en órbita. Un pionero. Antes se habían codeado con las estrellas unos cuantos civiles que tampoco eran astronautas. Pero ninguno de ellos compró, como él, un paquete completo de vacaciones con desayuno en cápsulas incluido.

Desde arriba, la Tierra debe de ser algo así como una nación ajena vista a la distancia. Es decir, como en el exilio, menos dramática y, a la vez, más glamorosa. Como la tal Norma, quizá. No pertenecer, o no estar casado con ella, tiene sus privilegios mientras el mundo se rasca la cabeza, ceñudo, con tal de descifrar la obstinación de Bush en tender la red invisible con la cual podrá prevenir la posibilidad de que Estados tildados de irresponsables, como Corea del Norte, Irán e Irak, desaten su ira contra los Estados Unidos.

¿Sólo contra los Estados Unidos? En la película Starship Troopers , estrenada en 1997, casi en coincidencia con la designación de la Argentina como aliada mayor extra-OTAN de los Estados Unidos, no queda piedra sobre piedra en una ciudad cuyas espaldas dan a pura llanura y montaña. Es Buenos Aires, versión Hollywood. Los protagonistas, Johnny Rico y Carmen, porteños que hablan inglés, juran vengarse de unos insectos gigantescos que pretenden destruir la Tierra. Ya no existen Washington, ni Nueva York, ni Los Angeles, arrasadas en Independence Day (Día de la Independencia) y en Mars Attacks! (¡Marte ataca!).

Merecíamos, nosotros también, un escarmiento extraterrestre, al parecer. Como si fueran pocos los terrestres, empezando por la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Por culpa de Norma, seguramente. Nunca por incapacidad propia. Ni por falta de pertenencia a una nación que es tan ajena y lejana para Tito desde arriba como para nosotros desde abajo. Con la ventaja, o el consuelo, de no poder caernos del suelo.

Las brutales voladuras de la embajada de Israel, en 1992, y de la AMIA, en 1994, vinieron a ser las señales tempranas de la globalización. O de una nueva realidad. Contra la cual, al igual que en la tragedia del edificio federal de Oklahoma, en 1995, o en el intento de demoler el World Trade Center, de Nueva York, en 1993, el escudo antimisiles de Bush, impulsado por Ronald Reagan y dejado en el limbo por papá Bush y por Bill Clinton, hubiera sido inútil. Así como en los ataques despiadados contra las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania, en 1998, y contra el destructor USS Cole, anclado en Yemen, en 2000. Perpetrados, todos ellos, por lunáticos.

Debajo del alero imaginario de Bush, el régimen de Saddam Hussein ha experimentado desde 1987 una bomba capaz de lanzar una nube radiactiva. Que podría provocar cáncer, defectos genéticos y agonías lentas.

Contra el reactor en el que iba a fabricarse apuntaron los misiles norteamericanos en la Guerra del Golfo, en 1991, pero una década después, durante la cual los bombardeos frecuentes han resultado tan ineficaces como el embargo comercial contra Cuba o como los cañones de la OTAN contra las peleas entre las etnias de los Balcanes después de Kosovo, Irak pudo haberlo desarrollado, libre de las inspecciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). O mejorado, incluso, de modo de que vulnere el escudo antimisiles o de que sea trasladado de un lugar a otro en el tamaño de las cápsulas con las cuales desayuna Tito.

Bush, alentado por la derecha republicana y por la industria armamentista, hizo de la defensa una cuestión de Estado. Como la felicidad. Envuelto, desde el 1° de abril, en la pulseada con China por el aterrizaje forzoso del avión espía EP-3 en la isla Hainan mientras emprendía un estudio de marketing sobre la virtual venta a Taiwan de destructores equipados con radares que iban a ser la versión en pequeña escala del escudo antimisiles en sí.

La pulseada con China retrae la mirada a la guerra fría en momentos en que, curiosamente, Bush ha rubricado su acta de defunción. O del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM), firmado en 1972 por Richard Nixon y Leonid Brezhnev. Al punto que Tito, empleado de la NASA en tiempos menos generosos con su bolsillo, no corre el riesgo de ser acusado de traidor por haber estado en el espacio, en la nave Soyuz, en compañía de dos cosmonautas rusos. Y por haber contribuido con su pequeño aporte a un Estado quebrado, nostálgico del oro de Moscú, a pesar de los reparos de los Estados Unidos, de Canadá, de Japón y de la Agencia Europea del Espacio. Por la intromisión en el gremio de los astronautas, no por la osadía de promocionar el turismo en donde no rige la ley de la gravedad.

¿Descubrió un nuevo filón? Una compañía de Calgary, Canadá, Moon Land Registry, lleva vendidas, como buzones, varias parcelas en la Luna. Y la cadena de televisión norteamericana NBC, entonada con el éxito del reality show , piensa premiar al ganador con un asiento en un vuelo espacial. En clase turista, por ahora. De común acuerdo con los rusos y con las compañías aeronáuticas Boeing y Spacehab.

Si Bush reflota en forma unilateral la Guerra de las Galaxias, a contrapelo de China, de Rusia y de Europa, el mensaje entrelíneas es: ¡ojo, el mundo ya no es un sitio seguro ni, mucho menos, feliz! Está más solo que la Luna en su cruzada. Y nosotros, entonces, estamos en el aire.

Con un mal humor globalizado, no inventado en la Argentina como la birome y el colectivo, que lleva a los norteamericanos a vivir en estado de recesión, o de pesimismo, por la ola de despidos más alta desde 1991, por más que el Congreso haya aprobado una poda de impuestos, prometida por Bush al estilo Reagan, que beneficiará a la clase media. Signo de felicidad, visto desde el suelo, que pasa inadvertido en los rostros tensos de la gente. Temerosa, acaso, del efecto estampida del Titanic.

Que, como el banquero de Wall Street que se afana en convencer al pescador mexicano de que debería volverse rico en lugar de invertir su tiempo en la familia y en el ocio, echa un manto sobre la felicidad. Invisible a los ojos, cual trampa divina que ha sido escondida en el último lugar en donde seríamos capaces de buscarla: dentro de nosotros mismos. Existe un mundo seguro, versión Bush, y un mundo feliz, versión Huxley, pero, versión Alberdi, es carísimo.



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