Macedonia importada de Kosovo




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La OTAN intervino en defensa de los derechos humanos, pero no previó las posibles reacciones de las minorías étnicas

Después de la guerra de Kosovo, la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de los Comunes de Gran Bretaña labró un documento en el cual justificaba las razones políticas y morales de los bombardeos de la alianza atlántica (OTAN), pero, al mismo tiempo, expresaba sus dudas sobre la legalidad de la intervención en sí. Tony Blair, codo a codo con Bill Clinton, había sido el más ferviente partidario de la campaña aérea frente a la despiadada limpieza étnica emprendida por Slobodan Milosevic contra la minoría albanesa de la provincia yugoslava.

Fueron 78 días de estruendos y de fugas en una tierra furibunda de nacionalismos exaltados, de pasiones encontradas, de democracias frágiles, de economías descalabradas, de mano de obra en exceso y de industrias en quiebra: los Balcanes, en donde el siglo XX amaneció con un estornudo, la Primera Guerra Mundial, y anocheció con gripe, Kosovo. Gripe mal curada, con 5000 muertos de un solo bando entre el 24 de marzo y el 9 de junio de 1999.

Kosovo pasó a ser un protectorado al amparo de una fuerza multinacional de paz (KFOR). De paz armada, en realidad. O virtual. Siempre al borde del caos. Con albaneses y serbios rencorosos, conviviendo, puente de por medio, en la frontera del odio.

Milosevic refutó la regla Galtieri: todo régimen debe caer de inmediato después de perder una guerra. Y pasó a ser un protegido. Cayó por partes. Cayó en las elecciones que ganó, el 24 de septiembre de 2000, Vojislav Kostunica, serbio y nacionalista como él. Y cayó en desgracia, finalmente, el viernes 29 de marzo de 2001, detenido en su casa de Belgrado, acusado por el Tribunal Penal Internacional de La Haya por crímenes de guerra.

Guerra cuyas víctimas iniciales, los albaneses, pasaron a ser, a su vez, la mayoría étnica de la provincia. El Ejército de Liberación de Kosovo (UCK), tildado de terrorista por el Departamento de Estado de los Estados Unidos poco antes de que la OTAN fijara con sus cabecillas los objetivos militares durante la guerra, encaró una suerte de depuración interna. O de reconversión. Engañosa, convengamos: algunos de sus combatientes son los mismos que, no depuesto el sueño de crear la Gran Albania, nutren las filas del Ejército de Liberación Nacional (UCK, también) en el sur de Serbia y en el norte de Macedonia.

En Macedonia, divorciada en 1991 de Yugoslavia entre vapuleos con Grecia por su mayor afinidad con Turquía, los albaneses representan menos de un cuarto de la población, predominantemente eslava. Se sienten relegados, o ciudadanos de segunda, por falta de igualdad de oportunidades y, en el fondo, por resentimiento. O viceversa. Causas, en principio, de la renovada explosión de nacionalismo con tal de mantener en pie el afán separatista. Alentado por los guerrilleros albaneses de Kosovo, temerosos de quedar bajo el ala de Kostunica (ven en él otro Milosevic) y de quedar huérfanos de la protección de la KFOR en momentos en que George W. Bush piensa podar el presupuesto del Pentágono.

Es uno de los legados de Kosovo: un pequeño grupo armado, cercado por la brutalidad de las fuerzas serbias, cambió por un rato el póster del Che Guevara por el pensamiento vivo de Gandhi con tal de ganar la guerra. O de permitir que los Estados Unidos, regentes de la OTAN, pusieran un pie en Europa y ganaran la guerra por él.

Negocio redondo para unos y otros. Fruto de un error de cálculo, o de un disparate, de los líderes europeos, siempre celosos de las intromisiones norteamericanas en sus asuntos: pensaron que la primera bomba en Kosovo iba a llevar de una oreja a Milosevic a una mesa de negociaciones.

Fue un vano intento de diplomacia a presión. Clinton, marcado por el síndrome de Vietnam, se rehusó desde el comienzo hasta el final de la guerra a permitir el desplazamiento de tropas terrestres con tal de no arriesgar la vida de un solo soldado norteamericano. Y los albaneses escapaban de las bombas, más que de la represión.

La campaña aérea, a razón de 100.000 dólares por misil y de 30.000 a 40.000 por hora de vuelo, tuvo un rendimiento notable: pulverizó 35 hospitales y centros de salud, más de 400 colegios, 66 puentes, 23 estaciones ferroviarias, 121 fábricas, 22 refinerías y, como broche, la embajada de China en Belgrado. Una provocación gratuita. Fue brillante, también, en la eliminación de maquetas de plástico y de estufas de leña que, desde las alturas, parecían cañones mientras, en tierra firme, casi un millón de albaneses eran expulsados a punta de fusiles Kalachnikov por los soldados serbios.

La represalia aérea acertó en apenas 14 tanques. Terminó uniendo a los serbios, indignados por los llamados daños colaterales; hasta los más tenaces detractores de Milosevic maldecían al dúo Clinton-Blair desde los sótanos de Belgrado. Y, asimismo, terminó echando leña al nacionalismo, en definitiva. Subestimado, quizá, por la OTAN. Como si los Balcanes, despojados de sus leyes de convivencia, racistas y retrógradas, fueran una sucursal de Londres o de Washington.

Existe la misma diferencia entre un sabio y un ignorante que entre un hombre vivo y un cadáver, según Aristóteles. Existe la misma diferencia, pues, entre el UCK de Macedonia y el UCK de Kosovo, por más que unos, a diferencia de los otros, no tengan ahora una excusa contundente, como las aberraciones de Milosevic, de las cuales puedan valerse para tirar la piedra, esconder la mano y dejar que los amigos de la OTAN ganen la guerra por ellos.

De ahí el fin poco claro de los ataques y, como réplica, la intención de las autoridades de Skopje, a veces superada por el enano fascista, de mostrarse moderadas. O conciliadoras. Con una ventaja, dentro de todo: los derechos de los albaneses, más allá de la discriminación que acusan y de la acogida fría que recibieron los refugiados durante la guerra, no han sido aplastados en Macedonia como en Kosovo.

Los albaneses de Macedonia formaron parte de sucesivos gobiernos de coalición en carteras de rango menor, pero, con una lengua y una cultura diferentes, no tienen presencia en la administración pública, ni en la educación, ni en las fuerzas armadas, ni en los medios de comunicación. Marginación, o automarginación, que estalló a mediados de marzo en Tetovo, la segunda ciudad del Estado, con casas en llamas y refugiados en procesión. Como, antes, en Bosnia-Herzegovina y en Kosovo.

La guerrilla importada viene a ser algo así como una esquirla de Kosovo. Advertida por los parlamentarios británicos entre sus replanteos sobre la legalidad de la intervención en un conflicto regional. Y fortalecida, a contramano de la OTAN, con el cuento de la autodeterminación de la Gran Albania. Símil, acaso, de la Gran Serbia de Milosevic.



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