Tu pasado me condena




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No flirtean con mujeres ni cometen excesos, pero, con una economía robusta, no saben cómo eludir la sombra de Clinton

ATLANTA, Georgia.– Comparten algo así como un complejo de inferioridad. Y, a la vez, un orgullo inquebrantable. Quizá más Al Gore que George W. Bush, dispuesto a perder las elecciones, si fuera necesario, con tal de no permitir que Bill Clinton se atribuya la victoria. Fue claro en eso: que haya sido el vicepresidente en los últimos ocho años, y que haya sido leal en los momentos más difíciles, no significa que pretenda vivir bajo la sombra de la bonanza económica. Que considera ajena.

Tan ajena, tal vez, como Bush considera la gestión de su padre, derrotado por Clinton en su intento de ser reelegido en 1992. Y como considera, asimismo, la actitud de los congresistas que, sin medir consecuencias, cavaron la fosa más honda en la cual han caído los republicanos desde la renuncia de Richard Nixon.

Desprestigiados, ignorados, concentrados en sí mismos mientras la gente, descreída de ellos, veía otro canal durante el escándalo Monica Lewinsky. Al punto de haber votado por los demócratas en las elecciones de medio término de 1998. Son votos que Gore, según las encuestas, no ha podido capitalizar en los Estados cavilantes, llamados Swing States. Decisivos, si se quiere, a un par de días del desenlace. Son votos de Clinton, no demócratas.

Clinton, Gore y Bush son contemporáneos. Vivieron, cada uno a su manera, Vietnam, el Watergate, la Guerra Fría, las amenazas nucleares, el gobierno de Ronald Reagan, la caída del Muro de Berlín y el final de la Unión Soviética, así como el paso dramático del amor libre al sida y las irrupciones, no menos dramáticas, del control remoto, del teléfono celular y de Internet.

Vivieron, también, la transformación de sus propios partidos, alejados de sus idearios esenciales, en momentos determinados, con tal de negociar en el Congreso. Más los demócratas que los republicanos, sobre todo después de la abrumadora derrota en las elecciones de medio término de 1994. En ello, Clinton ha dictado cátedra: amagar con el puño izquierdo y golpear con el derecho, de modo de despojar de argumentos, y de uñas, a una oposición tenaz con mayoría de número en ambas cámaras.

En el Capitolio, precisamente, reside el poder en Washington, no en la Casa Blanca. Que, en realidad, siempre propone, casi nunca dispone. Y, como sucedió en los últimos seis años, depende de los congresistas hasta para mantener abiertas las oficinas federales.

Entre fines de 1995 y comienzos de 1996, durante el temporal de nieve más despiadado del siglo, hasta los consulados dejaron de emitir pasaportes y visas por falta de dinero. O de voluntad política de los republicanos, seguros de que el cierre del grifo, como presión para reducir el Estado, iba a favorecer al futuro candidato, Bob Dole, héroe de la Segunda Guerra Mundial. De otra generación, digamos.

De esas maniobras, así como de la caza de brujas por el escándalo Lewinsky, tomó distancia Bush, prudente. A falta de líderes entre los congresistas, salvo el senador John McCain, héroe de Vietnam y precandidato en las primarias, los republicanos decidieron buscar un hombre sólido entre los gobernadores. Dieron en Texas con el hijo de quien pagó las deudas de Reagan. Venga, convinieron. Era el único.

Y, dentro de la recomposición de un partido en el cual comulgan ultraconservadores, antiabortistas y defensores de la portación de armas, mal no le ha ido con su moderación como estrategia: la prédica de Bush en contra de Washington, cual promesa de no intervención del gobierno federal en las decisiones de la gente, pegó más fuerte que los gastos que propone Gore. Al menos, en las encuestas. Un empate, o una leve ventaja, en estas condiciones, sabe a triunfo.

Son filosofías distintas. Y personalidades distintas, también. Uno, por más que sea el hijo de un ex presidente, se muestra como el cowboy del oeste de Texas que cabalga con franqueza, sin medir las palabras ni sus significados, y que promete recuperar el honor y la dignidad del Salón Oval. El otro, por más que sea el hijo de un ex senador, se muestra como el hombre de tierra adentro, Nashville, Tennessee, que adquirió en Washington la capacidad de superarse a sí mismo desde la vicepresidencia.

Bush habla de achicar el Estado; Gore habla de distribuir los ingresos. Bush habla de los defectos del gobierno federal (no de Clinton, en particular); Gore habla de sus virtudes (tampoco de Clinton, en particular). Bush habla de evitar las intervenciones en el exterior; Gore habla del costo de ser el líder en un mundo unipolar. Por solidez, gana Bush. Por enfoque, gana Gore.

Es Harvard contra Yale. Es, en el fondo, el conservadurismo compasivo de uno contra el pragmatismo extremo del otro. Son los dos, a su vez, contra Clinton. El pasado que los condena. En el cual deberá abrevar uno o el otro cada vez que se trence con el Congreso. Por más que, con la renovación total de la Cámara de Representantes y de un tercio del Senado, los republicanos puedan quedarse con todo. Hasta con la presidencia.

Ellos, los candidatos, no se acuestan tarde, no comen en exceso, no flirtean con mujeres que no sean las propias. Ni mienten, al parecer. Gore dejó su único vicio conocido, el cigarrilllo, cuando era estudiante universitario. Bush dejó de beber en 1986. Y no consume cocaína desde 1974. Se mostró evasivo primero, pero después, frente a las meticulosas investigaciones que debió sortear, decidió admitirlo. Es el escándalo que no fue. Otro legado de Clinton: a nadie le importó su vida privada.

Son caminos cruzados. Bush dice que no es populista como Gore, pero, curiosamente, repara más en los pobres que él. Sigue los pasos de Clinton, como el gobernador de un Estado sureño que enfila hacia Washington con un discurso amplio en la cual entran por la misma puerta el establishment y las minorías. Sin honrar en este caso a los caciques republicanos, encaprichados en la voladura del Departamento de Educación y en la refundación de la oficina de Seguridad Social.

En las discusiones de entrecasa, el asunto no es quién ganará, sino quién gastará menos y, al mismo tiempo, rebajará los impuestos. La opción no es opción: es no dilapidar las joyas de la abuela. No por simpatía, ni por carisma, ni por identificación con uno de ellos. Ambos, fraguados en Washington por razones distintas, han nacido, y crecido, para la política.

Idioma que no hablan los norteamericanos. Más acostumbrados a oír conversaciones en español o en chino que discusiones sobre los candidatos. La prosperidad, cual burbuja, ha despolitizado el ambiente. Quizá sea la causa por la cual no ven en Gore ni en Bush al próximo presidente, sino a dos rivales con grandes aspiraciones que forcejean entre sí. Solos, en una pulseada ajena.



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