De igual a igual contra uno mismo




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Al Gore y George W. Bush, cabeza a cabeza en las encuestas, en realidad, ninguno de los dos convence del todo

WASHINGTON.– Promediaban en el Congreso las audiencias por el caso Whitewater, negocio inmobiliario de los Clinton en Arkansas. En una de ellas, convocadas por el ex senador republicano Alfonse D’Amato, el presidente se acercó a otro senador republicano cuyo nombre jamás ha revelado: “¿Piensa realmente que mi mujer y yo hemos hecho algo malo?”, preguntó. Obtuvo una carcajada como primera respuesta. Y, después, una confesión: “Por supuesto que no. Ustedes no han hecho nada malo. Pero ese no es el punto. El punto es que la gente crea que ustedes han hecho algo malo”.

Bienvenido a Washington. Bill Clinton comprendió entonces el significado de la máxima de Newt Gingrich, el republicano por el cual los demócratas perdieron en las elecciones de 1994 la mayoría de número en la Cámara de Representantes: la política es la guerra sin sangre. Máxima que, curiosamente, aplican Al Gore y George W. Bush en una campaña por la sucesión del presidente en la cual no existe el presidente. O, en todo caso, no es más que un bronce precoz que prefieren soslayar por razones de fuerza mayor.

Uno, por más que haya sido su ladero durante ocho años y que pueda ufanarse de la bonanza económica, no quiere verse involucrado en las situaciones vergonzosas, y escandalosas, que han degradado el Salón Oval. Y el otro, tan consustanciado como su rival demócrata con el restablecimiento de los valores familiares, no quiere verse involucrado con los republicanos que, como D’Amato, Gingrich y Kenneth Starr (el fiscal que investigó los casos Whitewater y Monica Lewinsky), no han hecho más que meter miedo entre la gente con su presunta moralina.

Falsa, finalmente, como la conducta intachable del presidente de la Comisión Judicial de la Cámara de Representantes, Henry Hyde, un conservador que, a los 74 años, no tuvo más alternativa que admitir sus propios deslices extramatrimoniales en los tiempos en que las aventuras de John Kennedy estaban resguardadas por una suerte de código de silencio, cual secreto a voces, en los pasillos del Congreso.

Clinton, más allá de sus debilidades y de sus mentiras, supo vislumbrar la transición de la era industrial a la era de la información. Supo advertir, también, que la globalización era inevitable. Y, a su vez, supo hacer de las contradicciones una virtud: impulsó vanamente un plan universal de salud, avalado por los demócratas, en coincidencia con el empuje al libre comercio, avalado por los republicanos, e impulsó la reforma del seguro social, avalada por los demócratas, en coincidencia con el achicamiento del gobierno federal, avalado por los republicanos. Supo cambiar figuritas, digamos.

No eran contradicciones, en definitiva, sino puro pragmatismo, de modo de lidiar con una oposición mayoritaria en el Congreso que, después de su vano afán de incorporar homosexuales en las fuerzas armadas, notaba con horror que una especie de hippie reciclado de los 60 se había adueñado de la Casa Blanca en los 90. Era el primer gobierno de tiempo completo después de la Guerra Fría. Y era, asimismo, la primera versión moderna de la Tercera Vía, basada sobre tres pilares: oportunidad, responsabilidad y comunidad.

El legado, finalmente, es el slogan de campaña que creó su asesor James Carville en la campaña de 1992: “Es la economía, estúpido”. Tan premonitorio ha sido, con la prosperidad como resultado, que Gore y Bush, cabeza a cabeza en las encuestas para las elecciones del 7 de noviembre, no encuentran la forma de despegarse el uno del otro. Ni de despegarse de Clinton. Por más que uno, Gore, repare en las faltas del otro, Bush, como gobernador de Texas. Y que el otro, Bush, repare en la prédica estatista y populista del vicepresidente por ser el producto genuino de una ciudad, Washington, en donde la consigna sigue siendo que la gente crea que los demás han hecho algo malo.

El bronce precoz de Clinton está sombreándolos con más ímpetu que la vacilación de los votantes del Medio Oeste. Con una estabilidad sólo alterada por factores externos, como la crisis de Medio Oriente, el alza del precio del petróleo o el atentado contra el destructor norteamericano anclado en Yemen. Señales de la globalización, después de todo.

Globalización que distingue entre ricos y pobres. Y que lleva a pensar a muchos norteamericanos, en especial los más jóvenes, que es eterna. No imaginan recesión, ni inflación, ni nada que pueda alterar la pujanza. Es un riesgo, sobre todo para Gore y para Bush.

Virtual responsable, uno de ellos, de continuar por la senda del crecimiento, e incrementarlo si puede, sin los obstáculos que supo crearse Clinton desde Gennifer Flowers, en 1992, hasta Paula Corbin (después Jones), en 1994, y Lewinsky, en 1998. O, según el léxico de Washington, los obstáculos que han sido corregidos y aumentados por los republicanos, seguros de que la gente, convencida de que había hecho algo malo, iba odiarlo. No por haber engañado a Hillary, sino por haber mentido.

La lucha ha sido de igual a igual contra uno mismo. Y, en cierto modo, es como la lucha de Gore y de Bush, enfrentados con ellos mismos, o con el espejo, cada vez que pretenden sacarse ventaja. Uno, Gore, con una soltura metálica que manejan a control remoto sus asesores de imagen. El otro, Bush, con el estigma de su padre, derrotado por Clinton en 1992. La lucha de ambos, por separado, es también de igual a igual contra uno mismo con tal de afianzarse. O de fundar una nueva era, omitiendo el pasado reciente.

De Clinton, sin embargo, son contemporáneos. Y, como él en sus dos mandatos, apuntan a un sector en particular: la clase media. Que, en términos domésticos, es la generación baby-boom. Son los que nacieron después de la Segunda Guerra Mundial: entre 1946 y 1964. Y son los que se han favorecido con la economía, pero, a la vez, quieren pagar menos impuestos, recibir servicios de salud eficientes (para ellos y para sus mayores) y disponer de una mejor educación (para sus hijos).

Tanto uno como el otro han procurado demostrarles que son los garantes de esos baluartes de la campaña. No pudieron. Ni con sus propuestas, ni con sus compañeros de fórmula: Richard Cheney, un conservador que garantizaría el rasgo compasivo que trata de imprimir Bush a su ideario conservador, y Joe Lieberman, el primer judío ortodoxo que podría llegar a la vicepresidencia en momentos en que tambalean todos los acuerdos de paz de Medio Oriente desde el histórico apretón de manos entre Yitzhak Rabin y Yasser Arafat que promovió Clinton en 1993.

Lieberman dice en su libro In Praise of Public Life (Elogio de la Vida Pública) que la saga Clinton-Lewinsky es el ejemplo más claro de la pérdida de valores de los norteamericanos. Clinton, no obstante ello, aplaudió su nominación. Que, cual valor agregado, vino a darle una mano a Hillary, como candidata a senadora por Nueva York, frente a su rival republicano, Rick Lazio, después de haber sido rechazada por la comunidad judía.

Desde el 20 de enero de 2001, Clinton será un desocupado en donde abunda el empleo. Será, a los 54 años, el presidente saliente más joven de la historia después de Theodore Roosevelt. Quien, una vez fuera del gobierno, en 1909, emprendió con su hijo una excursión por África. Cazaron 512 animales. Entre ellos, 11 elefantes (símbolo de los republicanos). Poco menos que Clinton durante la guerra sin sangre. En Washington.



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