La delgada línea roja




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¿A qué apunta la ayuda de Clinton? ¿A erradicar los cultivos ilegales o a propiciar una intervención norteamericana?

CARTAGENA DE INDIAS, Colombia.– Guerra del Sur la llaman. A ella irá a parar el grueso de los 1300 millones de dólares que aprobó con dudas el Congreso de los Estados Unidos, temeroso de otro Vietnam, y que redondeó con certezas Bill Clinton. In situ, el miércoles en Colombia, de modo de despejar dudas y de contagiar certezas en aras de erradicar los cultivos de coca y de amapola esparcidos en el territorio del tamaño de Suiza que el gobierno de Andrés Pastrana cedió a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) con la vana intención de entablar un diálogo de paz en medio de la guerra.

Guerra sin fin, digamos. En la cual el desorden de los factores no altera el producto: secuestros, chantajes, persecuciones, mutilaciones, muertes. Y sume en la pobreza a la mitad del país, doblegada por el drama de los desplazados y de los desempleados. De los desamparados, en realidad. Gente que deja todo, hasta la familia y la casa, con tal de salvar el pellejo. Jaqueada por la guerrilla, sean los farianos (FARC), sean los elenos (Ejército de Liberación Nacional, ELN). Jaqueada, también, por los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Y, cual complemento del caos, por los delincuentes comunes que, emulando a unos u otros, sacan tajada de la guerra.

Guerra a secas, convengamos, por la cual la otra mitad del país, presa en las ciudades ante el peligro de secuestro masivo (pesca milagrosa) en las carreteras, con sus falsos puestos de control vial, accede al impuesto extorsivo (vacuna), fijado por los guerrilleros o por los paramilitares, como si fuera un seguro de vida (¿vida?) ante la amenaza frecuente de represalias. Desde el terrateniente que paga por el millón de dólares que gana por año hasta el campesino que puede aportar sólo un pollo por mes.

Todo vale. Tanto, quizá, como la encrucijada que encierra la ayuda norteamericana, el Plan Colombia, cuya mayor porción (900 millones de los 1300 millones) será destinada al entrenamiento y al equipamiento del ejército colombiano en contra de los narcotraficantes.

De ahí, las certezas: Clinton necesita cortar de cuajo el origen de la droga que ingresa en los Estados Unidos, el mayor consumidor del mundo, y Pastrana necesita cortar de cuajo el origen del conflicto armado, el otro tumor que avanza como una metástasis desde la zona meridional del país. De ahí, asimismo, las dudas: ¿será usado el dinero en erradicar los cultivos ilícitos o, cual pantalla, en eliminar la insurgencia de ultraizquierda (guerrilla) y de ultraderecha (paramilitares)?

A Pablo Escobar, el jefe del Cartel de Medellín, lo acribilló la policía en diciembre de 1993. Fue el mentor del narcoterrorismo. Casi una figura del jet-set. Ambito que eluden ahora sus pares. Menos poderosos desde el desmantelamiento de los carteles de Medellín y de Cali. Más propensos a regentear organizaciones pequeñas, con perfil bajo, e invertir fortunas en el exterior mientras acrecientan sus tierras en Colombia. Problemas económicos no tienen. Ni de seguridad: juegan a dos puntas con la guerrilla y con los paramilitares, de modo de no afrontar los gastos de un ejército propio.

Certezas y dudas al fin: ¿qué recibirán los norteamericanos a cambio de los servicios prestados y del dineral otorgado? Nada es gratuito, en definitiva. Tal vez la extradición de unos cuantos capos de carteles, de modo de que sean juzgados, y sentenciados, en los Estados Unidos. Circunstancia que crea enormes reparos en toda América latina. Por el precedente que sienta. Así como la posibilidad, descartada por Clinton y por Pastrana, de una eventual intervención militar norteamericana.

El Plan Colombia tiene una delgada línea roja: la mera evidencia de una agresión, según su texto, tendría consecuencias. ¿De qué tipo? Supongamos que las FARC, con sus 17.000 efectivos y su arsenal de procedencia oriental (rusa, en especial), deciden derribar alguno de los 60 helicópteros norteamericanos Blackhawk y Huey que serán de la partida. Pues, el fantasma de Vietnam que Lyndon Johnson heredó de John Kennedy sería el fantasma de Colombia, o de los Balcanes del Sur, que uno de los candidatos presidenciales, Al Gore o George W. Bush, heredaría de Clinton.

Una carga, con la presión agregada, y más cercana que Vietnam, de las fronteras calientes, y reforzadas, que besan Colombia. Como el Brasil, con sus renovados aires de líder subregional después de la Cumbre de Presidentes de América del Sur. Como Venezuela, con la desconfianza que genera “Chávez de Arabia”, como se define a sí mismo, por sus vínculos con Saddam Hussein y con Muammar Khadafy por algo tan caro a los Estados Unidos como el petróleo, además de su entrañable amistad con Fidel Castro. O como el Perú, con Fujimori, 10 en políticas antiterrorismo y antinarcóticos, cero en democracia.

Pastrana logró que los Estados Unidos asumieran su responsabilidad por el excesivo consumo en casa de drogas hechas en Colombia, pero contrajo dos compromisos: terminar con la producción de cocaína en el 2005, acaso una utopía, y levantar el promedio de respeto a los derechos humanos entre las fuerzas armadas, acaso una quimera. Clinton, a su vez, rechazó la comparación con Vietnam y con el imperialismo yanqui.

No será fácil, sin embargo, la sustitución de cultivos, o la fumigación, en las tierras que controlan las FARC. Que, con su léxico setentista, no ven en Clinton más que un símbolo de la rapiña y no ven en Pastrana más que un vendepatria. Jamás convencidas de la salida negociada: sólo aspiran al poder absoluto bajo sus propias reglas.

Clinton no estuvo en la Colombia real, sino en la otra. En Cartagena de Indias, más pendiente del turismo canadiense que de los avatares de la guerra. Maquillada para la ocasión. En el otro país, el real,  murieron más de 20 personas en enfrentamientos propiciados por los guerrilleros.

Fue la primera visita de un presidente norteamericano en una década. Símbolo del zigzag de la relación bilateral, resquebrajada desde que el Departamento de Estado descertificó (vetó) al país por los fondos del narcotráfico que, según sus autoridades, nutrieron la campaña electoral de Ernesto Samper, presidente entre 1994 y 1998. Nunca había sido tan tirante el trato desde que Panamá, con el respaldo de los Estados Unidos, se separó de Colombia en 1903.

La necesidad de recomponer el lazo, o de pedir socorro, llevó a Pastrana a entrevistarse con Clinton no bien ganó las elecciones. Semilla del Plan Colombia, con un mapa del país desplegado en el Salón Oval. Y del despeje de militares y de policías en el extremo sur, en donde, en verdad, nunca hubo militares ni policías. Un gesto de buena voluntad con tal de hallar una fórmula capaz de acallar las armas.

Pastrana confía en el diálogo, por más que las FARC no hayan dado una sola señal de paz. A los elenos, el otro grupo armado, quiso darles el valle de Magdalena, al norte de Bogotá, de modo de ser equitativo; tanto el ejército como los campesinos de la zona, de unos 450 kilómetros cuadrados, pusieron mil reparos ante una división más del país. Geográfica y política, por cierto. No prosperó, entonces.

Son los fuegos cruzados a los cuales está expuesto Pastrana, criticado por su mano blanda con las FARC y con el ELN, por un lado, y por su mano dura con los narcotraficantes, por el otro. Paz con unos; guerra con los otros, amigos y enemigos entre sí. Juntos, no unidos, en una cruzada nefasta, con los paramilitares enfrentados con la guerrilla y aliados con los narcotraficantes, mientras la corrupción hace de las suyas en Bogotá: más de 20 congresistas han ido a la cárcel, en los últimos seis años, por recibir dinero de los capos de la droga o por enriquecerse con partidas del presupuesto nacional. Corrupción que le dicen.

Igualito, o peor, que en mi pago. Lejos, sólo en apariencia, de la Guerra del Sur mientras Clinton y Pastrana hayan resistencia entre líderes de países vecinos que, antes que formular propuestas alternativas, prefieren no inmiscuirse en una causa de tan alto riesgo. Que, en el fondo, consideran ajena. Como si los norteamericanos fueran los únicos que consumen drogas.



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