Perdona nuestros pecados




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Libre de toda especulación política, Juan Pablo II ha demostrado dos virtudes divinas: perdonó y pidió perdón. Perdonó de inmediato a Mehmet Ali Agca, el turco que intentó matarlo el 13 de mayo de 1981, y, a su vez, pidió perdón, hace una semana, por los errores, las omisiones y las injusticias que cometió la Iglesia en sus 2000 años de historia.

Mucha responsabilidad para un solo hombre, cual cruz, por más que esté un paso más allá de los poderes terrenales. Un paso más acá, sin embargo, su actitud no deja de ser la respuesta a una demanda frecuente de gente de toda laya: la sinceridad, cual correlato de la honestidad. De los políticos, en especial.          Sinceridad que, con menor tenor y aún menor énfasis, salvó de la catástrofe a Bill Clinton después de los siete meses de 1998, los primeros, en los cuales negó sistemáticamente la relación (impropia, según él) que mantuvo con Monica Lewinsky mientras era becaria de la Casa Blanca.

La admisión de la verdad, más por necesidad que por convicción, fue el precio de la mentira. Pero le salvó la ropa, aunque las patas de la mentira hayan dado pie al segundo impeachment (juicio político) en la historia de los Estados Unidos. No por infidelidad, un asunto privado, sino por perjurio, falso testimonio y obstrucción de las investigaciones. Por la mentira, en definitiva.

No hay santo sin pecado ni pecador sin futuro, según la novela Primary Colors (Colores Primarios), de autor anónimo hasta que Joe Klein, columnista de Newsweek, asumió su paternidad. El gesto del Papa, meditado, se extendió desde la Inquisición hasta la intolerancia religiosa y la discriminación de la mujer. El gesto de Clinton, apresurado, se centró en un hecho concreto, de baja estofa por cierto, con tal de zafar de una situación por demás embarazosa.

Pero, curiosamente, coinciden en un punto: procuran evitar que siga dispersándose el rebaño. En sectas o en credos electrónicos, en el caso de Juan Pablo II. En la oposición o en partidos no tradicionales, en el caso de Clinton. O, en ambos casos, en la indiferencia.

La demanda de sinceridad, vinculada con un pragmatismo que no distingue entre derechas e izquierdas, no respeta fronteras. ¿Qué pasaría en Chile si Pinochet admitiera, como el general Martín Balza en la Argentina, los excesos de los años de plomo? La reconciliación que tanto declaman desde hace una década no sería, como ahora, una utopía. Mucha responsabilidad para un solo hombre, también, cual cruz. Que, cara y ceca con el Papa, difícilmente pueda vencer su arrogancia, intacta.

El arrepentimiento no es más que el remordimiento aceptado. Señala Chateubriand: “Para borrar nuestras faltas a los ojos de los hombres son precisos torrentes de sangre, pero ante Dios basta una sola lágrima”.

Lágrima que, si derramara Pinochet, no sería tan trascendente como la purificación de la memoria que propuso Juan Pablo II. Pero sería el aporte más valioso que podría legar después de haber hecho tanto daño. Y de haber provocado tanto dolor a vuelo de cóndor por una causa que pudo estar justificada en su tiempo, y en su lugar, frente al miedo que infundía el gobierno filocomunista de Salvador Allende, pero que no puede justificar en ningún tiempo, ni lugar, el atropello contra los derechos humanos.

Derechos humanos que realza el jefe espiritual de la Iglesia en la que comulga Pinochet. Un gesto de su parte seguiría, en cierto modo, la línea Clinton, aunque esté fuera de carrera. Sería un milagro.No está solo, en verdad: tampoco se redimió Helmut Kohl después de haber beneficiado a su partido, la Unión Cristiana Demócrata (CDU, las siglas en alemán), con los dineros non sanctos que le permitieron financiar campañas durante los 16 años que permaneció en el poder. Son circunstancias diferentes en el fondo, pero parecidas en su esencia.

Dice David Maraniss, biógrafo de Clinton, que el presidente tiene tanta capacidad para crear los problemas en los que queda envuelto como para salir de ellos. Su tesis, descripta en el libro First in his class (Primero en su clase), dio resultado: la gente, más que el ala conservadora del Congreso, terminó perdonándolo gracias, entre otras virtudes, a una economía con viento a favor que aplaca más los ánimos que los deslices que pueda cometer en el Salón Oval.

A Pinochet, aunque sus deudas sean de mayor calibre que el escándalo Lewinsky, le daban los números, en 1990, para abrir por balance. Pero no. Cerró por balance, y se encerró en sí mismo. Seguro de que Dios, y la patria, y la Justicia jamás iban a demandarlo.

Clinton apeló a la viveza sureña, atributo que adquirió mientras era gobernador de Arkansas. Del cual se valió para evadir los reclamos de Paula Jones y demás faldas. Diferencia sustancial con Gary Hart, el senador demócrata que, en su afán de ocultar una relación con una mujer que no era su mujer, tropezó, y cayó, en la carrera presidencial de 1987. A él no lo conocían, ni llegaron a conocerlo.

A Clinton, sí. Las dificultades en las que se mete son como los exámenes de la universidad. Frente a ellos, unos se vuelven ansiosos y otros no memorizan los textos. El aprendió en Georgetown que lo mejor era estudiar al profesor, de modo de saber qué iba a preguntarle.

No bien se reconcilió con su conciencia en un discurso por televisión que quiso ser conmovedor desde el Salón de los Mapas, el ámbito en el cual Franklin Roosevelt y Winston Churchill planearon la estrategia de los aliados en abril de 1945, halló refugio en su fe: estuvo con el reverendo Jesse Jackson, demócrata que luchó por los derechos civiles codo a codo con Martin Luther King, y con Philip Wogaman, ministro de la Iglesia Metodista, de Nueva York.

Con Clinton, la gente mostró una renovada tolerancia hacia sus líderes. Les quitó el almidón, digamos. O comprendió que, como la Iglesia, cometen errores, omisiones e injusticias. Sólo esperan de ellos que confiesen aquellos pecados que hayan provocado daños a terceros. Mucho pedir en algunos casos.

 



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