Como turco en la neblina




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Desde que el primer mundo es primer mundo, o desde que el tercero es tercero en discordia, un extranjero pobre no es más que un inmigrante y un extranjero rico no es menos que un turista. Diferencia dolorosa, o maldita discriminación, que el periodista Günter Wallraff padeció en su propio país, la entonces República Federal de Alemania, durante los dos años y monedas que invirtió en hacerse pasar por turco. Quería comprobar si la xenofobia era cierta. Lo comprobó con creces. Tan cierta era que, en verdad, las pasó negras. Como la peluca, el bigote, los lentes de contacto y el maquillaje que usaba de disfraz.

Desgraciados los pueblos que necesitan héroes, escribió Bertold Bretch. Pues, Wallraff se convirtió en algo por el estilo, casi en Robin Hood, por reflejar en el libro Cabeza de Turco, best-seller inmediato, el trato desparejo e infame que le deparó la identidad que tomó prestada de un amigo de esa nacionalidad, así como algunas de sus actitudes, entre marzo de 1983 y octubre de 1985.

Era Levent Sinirlioglu, o Alí a secas. Que, con su presunta media lengua, trabajó de peón de la construcción, de bracero en una granja, de chofer de un traficante de esclavos, de cocinero de McDonald´s, de empleado de una central nuclear y de conejillo de indias de una compañía farmacéutica. Que, con la presunta osadía de quien pretende integrarse en una sociedad ajena, soportó reproches y burlas en un banquete exclusivo para arios que organizaron los conservadores del entonces canciller, Helmut Kohl. Que, con la presunta ingenuidad del recién llegado, fracasó hasta en su afán de ser admitido en la fe católica.

“Aún no he llegado a saber cómo asimila un extranjero las humillaciones cotidianas, los actos de hostilidad y de odio, pero sí sé ya lo que tiene que soportar y hasta qué extremos puede llegar en este país el desprecio humano –concluye Wallraff–. Entre nosotros, en nuestra democracia, se da una parcela de apartheid.”

Pasó de todo desde que apareció el libro: voltearon el Muro de Berlín, descongelaron la Guerra Fría, desunieron la Unión Soviética, unieron Alemania y, sin embargo, sobrevivió la parcela de apartheid. Cada vez más acentuada en todo el mundo. No sólo con los turcos, sino, también, con los desheredados de Europa del Este y, como sucede en El Ejido, España, con los marroquíes en particular y con los africanos en general.

Joerg Haider no está solo. Contra la parcela de apartheid no pueden las leyes de extranjería, aunque sean más flexibles que antes. Por necesidad de mano de obra barata, no por compasión. En la Alemania de Alí, por ejemplo, la naturalización depende de la descendencia, no del lugar de nacimiento. Generaciones de hijos de inmigrantes no son considerados alemanes mientras, entre ellos mismos, los ossis (del Este), acusados de lentos, faltos de iniciativa y quejosos, se sienten rechazados por sus renovados compatriotas wessis (del Oeste), tildados de arrogantes, aprovechados y estafadores.

La parcela de apartheid, remozada por Haider en Austria, no campea sólo en Europa. Los mojados (mexicanos ilegales) contratan coyotes (guías) con tal entrar sin papeles en regla en los Estados Unidos, vía San Diego, California, o El Paso, Texas. Los guatemaltecos, a su vez, procuran burlar los controles en el sur de Chiapas con tal de radicarse en México. Peruanos, paraguayos y bolivianos, culpados en forma injusta del aumento del delito en el Gran Buenos Aires, procuran vivir en la Argentina. Y dale que va.

No dejan de ser ciudadanos de segunda. Gente en inferioridad de condiciones que, sólo bienvenida por los carteles de frontera, no abandona sus países por placer, sino por falta de trabajo. O, caso China, caso Cuba, caso Kosovo, por la represión. Y que, cuando se establecen, debe respetar leyes extrañas y, si cuadra, aprender un idioma también extraño.

Es natural, en los países receptores, el repliegue de las minorías hacia el nacionalismo y su ahijado predilecto, el aislacionismo. En esa trampa cayeron los austríacos, primos hermanos de los alemanes, con su adhesión a Haider. Uno de cada cuatro votó por él. Por el nieto espiritual de Hitler. Que simpatiza desde su tierna infancia con el régimen del horror y que, aunque trate de aventar temores, sueña con expulsar inmigrantes (es decir, extranjeros pobres), de modo de preservar a su país en una isla de bienestar.

Es un héroe de la desgracia. O el antihéroe. Va contra la corriente mientras, en la transición de un siglo al otro, de un milenio al otro, se imponen el Estado de derecho, la democracia liberal y los derechos humanos en desmedro del fascismo y del comunismo que provocó, cual daño colateral, la Primera Guerra Mundial.

Después de los disturbios de Seattle y de Davos contra el uniforme que demanda la globalización, Haider es un dolor de oídos. O un atentado contra el mundo de fronteras ficticias y políticos sin poder real que proclama, acaso apresuradamente, el gurú financiero Kenichi Omahe en The End of the Nation State (El Fin del Estado Nacional).

Mete miedo. Sobre todo, después de las persecusiones, de las matanzas y de las guerras. Será que la bestia nazi estaba dormida. Que Hitler ha muerto, pero sigue rondándonos. Que está al acecho. Y que resucita, elegido en forma democrática como el original,  aprovechándose de la llamativa perennidad del Estado nacional. Lo cual contradice las teorías de Kenichi Omahe.

Que Austria integre la Unión Europea no significa que haya perdido su identidad. De ello se vale Haider, un oportunista. Dentro del sistema, mal que nos pese, tiene tanta legitimidad como la decisión de los norteamericanos de avalar la pena de muerte en algunos Estados, o de los yugoslavos de reelegir a Slobodan Milosevic.

En Europa, continente siempre propenso a sufrir euroesclerosis múltiple, campea ahora el riesgo de contagio. De epidemia. Engendros fascistas como la Alianza Nacional Italiana, de Gianfranco Fini, heredera de los camisas negras de Mussolini, o como el Frente Nacional de Francia, de Jean-Marie Le Pen, ven con buenos ojos la alfombra que les tendió Haider, por más que se haya distanciado de ellos con tal de salvar su imagen. Repugnante para la secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright. Lo mismo pueden tramar Christoph Blocher, del Partido Popular Suizo; Bruno Megret, del Movimiento Republicano Nacional de Francia; Pia Kjarsgaard, del Partido Popular Danés, y Filip Dewinter, del Blok Vlaams, de Bélgica.

Todos ellos, descafeinados a sí mismos en una curiosa derecha populista que ningunea a sus gobiernos, reparan en el tópico que llevó a Haider a la gloria: parte de la recaudación impositiva va a parar a los fondos de desempleo de los que se nutren los inmigrantes (es decir, los extranjeros pobres). Capaces de trabajar más por menos dinero. Y de restarles fuentes laborales a los dueños de casa. Como Alí, dispuesto a todo con tal de ser turista. Algún día.



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