La paz sea conmigo




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De Bill Clinton no hay árabe que se fíe: lo consideran un aliado incondicional del primer ministro de Israel, Ehud Barak. Pero no por ello deja de ser el padre, tutor o encargado del proceso de paz en el Medio Oriente.

Un proceso signado por cambios de actitud, no de fondo, en el cual los unos y los otros lidian más con sus problemas internos que con la cerrazón que suelen encontrar del otro lado de la mesa.

Será demasiado optimista Itamar Rabinovich, el jefe israelí de las negociaciones de paz con Siria durante el gobierno de Yitzhak Rabin: “Pueden negociar, pueden pelear (directa o indirectamente) y pueden hacer ambas cosas al mismo tiempo, pero no pueden, y no lo harán, ignorarse”, concluye en su libro La antesala de la paz.

O será demasiado pesimista Edward W. Saïd, palestino, profesor de la Universidad de Columbia: “Ni  siquiera el talento de Jonathan Swift y Evelyn Waugh podría haber inventado algo más estúpido y condenado al fracaso que el actual gigante de la paz –dice–. Indudablemente avanzará, pero también es indudable que provocará más inestabilidad y derramamiento de sangre tanto palestina como israelí”.

Ni tanto, ni tan poco. Será que, en definitiva, shalom y salam no significan lo mismo. Y menos aún peace, en la lengua de Clinton. En especial, cuando Barak tiene que vérselas con su par sirio, Hafez al-Assad. O, como en Shepherdstown, Virginia Occidental, con el canciller Farouk al-Sharaa.

Señala Rabinovich que “el íntimo contacto e interacción de las dos sociedades, aunque hostil, sirvió para mitigar la abstracta demonización mutua, tan característica de estos conflictos”. Cierto. Sobre todo, porque Siria ocupa hoy el lugar de Egipto, el adversario político y militar más formidable que ha tenido Israel.

Razón por la que las negociaciones, suspendidas hasta nuevo aviso por falta de acuerdo, han tenido como precedente el tratado de Camp David, en 1978, entre Menachem Begin, Anwar al-Sadat y Jimmy Carter. La forma en que Israel se dispone a desmilitarizar las Alturas del Golán, ocupadas desde la guerra de 1967, se lleva de los pelos con los reclamos sirios de delimitación de fronteras y de acceso a las reservas de agua.

Es un diálogo de sordos desde 1996. O en idiomas diferentes. Que choca con las malas notas de Siria en el Departamento de Estado, tildado de auspiciante de terroristas de la talla de Hezbollah, en el sur del Líbano, y de otros en Damasco, su capital.

Esa circunstancia le impide recibir ayuda norteamericana y, fuera de la relación bilateral, le quita garantías. Garantías que el régimen de Asad, aliado clave de la Unión Soviética durante la Guerra Fría, procuró salvar últimamente con la deportación de criminales como Abu Nidal, Carlos El Chacal y Abdullah Ocalan. Quiso dejar en claro que ya no es un nido de rufianes.

El mundo árabe, sin embargo, maneja sus propios códigos. Entre otros, no comulga con democracias al estilo occidental, como pretende Clinton, sino con el traspaso del poder de padres a hijos. Un puñado de familias vive con categoría cinco estrellas y el resto se desvive en una suerte de desierto económico y político.

Es el caso de Gaza, la capital del futuro Estado Palestino. Una ciénaga en la que se han hundido tres millones de personas, según Saïd. Que, agobiadas por las urgencias y por la corrupción, no confían en los acuerdos de Oslo, ni en las resoluciones de las Naciones Unidas que estipulan la fórmula de tierras a cambio de paz, ni en la remotísima posibilidad de ser un nuevo Singapur.

Ya no creen en nada más que en Alá (Dios) mientras Yasser Arafat, el líder de la Autoridad Nacional Palestina, está hoy más cerca de Clinton y de Barak que de Asad. Quizá su único interés, frente al poderío militar israelí y la oposición política de Hamas, sea fundar de una buena vez el demorado Estado que piensa gobernar. Y ya.

Los palestinos temen más de sí mismos, o de sus dirigentes, que de los israelíes. Enemigos a los que han dejado de criticar. O de adjudicarles la responsabilidad de sus males. La paz sea conmigo, no contigo, nunca convencidos de que Jerusalén, la capital de todos y de ninguno, continuará en manos de Israel.

De ahí, las frecuentes diferencias en la comparación con Israel, sobreviviente su sistema político al brutal asesinato de Rabin, al interregno de Shimon Peres y a la dureza de Benjamin Netanyahu. Y de ahí, también, la falsedad de la cultura de la paz entre los árabes que Thomas Fiedman menciona a menudo, cual plegaria desatendida, en sus artículos de The New York Times. No existe, en realidad. De un lado de la mesa, al menos.

Que los árabes no sigan en un oásis, o en otro planeta, no implica que las elecciones, avaladas por constituciones con prosa occidental, deparen cambios. Manda la familia: jeques, sultanes y demás. Fíjense, si no, qué ocurrió en 1999: tres gobiernos (Marruecos, Bahrein y Jordania) pasaron sin escalas de padres a hijos. Y fíjense, también, qué pasará dentro de poco en Libia, en Egipto, en los Emiratos Arabes Unidos y en Irak: lo mismo.

No hay padre que no se fíe de su hijo mayor. Y no precisamente porque lo considere un amigo, como postula nuestro Martín Fierro. Ello no implica, en principio, la continuidad de una línea de gobierno, a veces dura, a veces moderada, sino el blanqueo de la gestión anterior.

Quizá la nueva generación de líderes, formada fuera del caparazón paterno, no esté tan aislada como sus mayores. Ve el mundo por CNN, cual paliativo. Y parece más abierta a palabras vagas hasta ahora, como democracia, república y popular. Por más que formen parte de los nombres de sus países. Como pasaba, antes de la unificación, con la República Democrática de Alemania.

La democracia que pregona Clinton campea en Israel. Tal vez, en parte, en Irán, pero nada más. Están en el poder, mientras tanto, Muammar Khadafy y Saddam Hussein, entre otros militares que han sucedido a reyes y príncipes. Modelo importado, a su vez, de Gran Bretaña y de Francia como correlato de la Primera Guerra Mundial.

Estaba todo en orden hasta que sacaron los pies del plato, rebelándose. Hasta ese momento, a los ojos occidentales, no importaban los derechos humanos ni la libertad de expresión mientras los pueblos, belicosos por naturaleza, parecían controlados. Calco impreciso de América latina durante las dictaduras militares. Calco, también impreciso, de los odios ancestrales que, como la leche de cabra, adquirieron una variedad light. Lo cual no significa que hayan desaparecido. Ni Clinton puede dar fe de su fecha de vencimiento.



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