Fallos y fallas




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SANTIAGO, Chile.– Justicia lenta no es justicia, dicen. Peor aún si es tardía. Pero, a veces, por más tardía que sea no deja de ser oportuna. O, al menos, reparadora de heridas que el tiempo no  logra cicatrizar. Es la contradicción Pinochet. Una prueba piloto a dos voces en favor de los derechos humanos y, a la vez, en desmedro de las soberanías nacionales.

Algo parecido ha sido Kosovo, en donde la alianza atlántica (OTAN) intervino sin permiso en defensa de la minoría acosada por los arrebatos nacionalistas de Slobodan Milosevic. También pudo ser Timor Oriental desde el momento en que Indonesia no respetó la independencia que votó su gente. Y puede ser Pakistán, con el arsenal nuclear que ha quedado bajo la cama de un general golpista de intenciones más integristas que íntegras, o Colombia, carcomida por el caos de guerrilla, narcotráfico y paramilitares.

De temer todo. O acaso el temor sea consecuencia de una nueva concepción del rompecabezas mundial apenas una década después de la caída del Muro. Sólo queda un saldo: los derechos humanos están por encima de todo y de todos. No está mal.

Lo nuevo asusta. Especialmente, a los países periféricos. En el mundo no hay clase media. Hay países fuertes y países débiles. O más o menos fuertes y más o menos débiles. Sólo China y Rusia, cimientos del paredón de Berlín, conservan poder de réplica, más que de decisión. Los otros, como Chile, lo que queda de Yugoslavia, Indonesia, Pakistán o Colombia, están a un costado del asunto.

De ahí, la bofetada que ha significado para el gobierno chileno la detención de Pinochet en Londres. Dos países fuertes, España y Gran Bretaña, reprenden a uno débil que, aunque haya sido el ejemplo de la apertura económica de los 80 en América latina, no supo, no quiso o no pudo impartir justicia contra su arquetipo del mal.

Un dictador como Pinochet puede infundir respeto o temor, nunca simpatía. El gobierno argentino, a pesar de ello, respalda la posición chilena. Es decir, que sea juzgado en su país. Es el principio de territorialidad. Principio que, en nuestro caso, contradice la Constitución de 1853 y sus sucesoras, según José Ignacio García Hamilton, profesor de historia del derecho de la Universidad de Buenos Aires.

«El artículo 99 (102 hasta 1994; 118, hoy) estableció que los juicios criminales ordinarios se harían en la misma provincia donde se hubiese cometido el delito, pero cuando se cometiera fuera de los límites de la Confederación contra el derecho de gentes (derechos humanos), el Congreso determinaría por una ley especial el lugar en que haya de seguirse el proceso», recita el autor de «Vida de un ausente», «Cuyano alborotador» y «El autoritarismo hispanoamericano y la improductividad».

Esto significa, para García Hamilton, que la Argentina, más allá de sus decisiones políticas, avala desde el siglo pasado el principio de extraterritorialidad. Lo contrario de lo que apoya. El juez Ronald Bartle, entiende, ha aplicado lo prescripto en la Convención Internacional contra la Tortura al encender la luz verde para la extradición a Madrid, ya que, lejos de la pretendida influencia de Margaret Thatcher y de las elecciones de Chile, dio un ejemplo de justicia independiente.

Pinochet, según esgrimen otros, es el hombre indicado en el banquillo equivocado. Así como la OTAN traspuso sus límites y soslayó sus limitaciones con tal de salvar a los perseguidos por las fuerzas del régimen serbio, la justicia española, con la anuencia de Londres, violó los derechos de Chile.

¿En qué medida priman los individuos sobre los Estados? El replanteo no empezó con Pinochet, sino después del Holocausto. En los países débiles se violan con frecuencia los derechos humanos. Razón por la que Chile, Kosovo, Timor Oriental y demás están más expuestos que los fuertes a casos de este tipo. Los fuertes, cual acto reflejo, miran de inmediato a los Estados Unidos, único líder, en cuanto estalla la primera chispa.

A Francia no le gusta. Odia la dependencia. En Colonia, Alemania, obtuvo el respaldo de otros 14 países de la Unión Europea para un plan de defensa que sería un paralelo de la OTAN. Duplicarían el poderío militar, pero se ahorrarían las consultas del otro lado del Atlántico si se desencadenan crisis regionales como Kosovo o Bosnia.

Es un despropósito a los ojos de Washington, renuente a admitir el papel de sheriff global. O sorprendido por el vértigo. En el mundo no hay problemas, sino oportunidades, según Thomas Pickering, subsecretario de Estado para Asuntos Políticos: «Considere que ningún presidente norteamericano había viajado al exterior hasta 1906, cuando Teddy Roosevelt fue a Panamá –dice–.Y considere también que sólo un año después de que Benjamin Franklin había sido designado embajador en Francia, Thomas Jefferson advirtió que hacía tiempo que no oía de él.»

El mundo según Roosevelt no es el mundo según Bill Clinton. Menos aún según Koffi Annan, secretario general de las Naciones Unidas (ONU). A Helena Cobban, autora de «The Moral Architecture of the World Peace (La Arquitectura Moral de la Paz Mundial)», se le ocurre que debería haber un gobierno planetario y que el organismo con sede en Nueva York, vapuleado últimamente por sus cavilaciones, debería representar más a la gente que a los gobiernos.

«¿Por qué no pensar en la ONU como un futuro senado global, un parlamento de la gente que sea votado en elecciones democráticas? –dicta desde Charlottesville,Virginia–. Si hablamos seriamente de la democracia global, democratizar el sistema global debería ser importante. No es imposible. La India completó hace pocos días sus elecciones. Una elección global sería sólo seis veces más grande.»

Algo así como el Parlamento Europeo en gran escala propone Cobban, de modo de que la ONU ocupe un papel decoroso entre fuertes y débiles. O de fiel en una balanza cuyo platillo más pesado vislumbra la contradicción que no debería existir entre derechos nacionales y soberanías humanas. Sin fe de erratas.



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