Sinfonía inconclusa




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Europa no libra una guerra contra Yugoslavia ni contra Slobodan Milosevic, sino contra sí misma. O, si se quiere, contra su pasado. De ahí, el súbito vuelo que cobró la OTAN, creada en 1949 con el fin de evitar la expansión del comunismo, en medio del replanteo que promueve hoy, medio siglo después, la eficacia de la democracia y de la economía de mercado en un mundo que se perfila unipolar.

El método de depuración étnica, sin principio ni ley, precipitó la invasión. Pero no deja de ser una guerra tardía, a destiempo, contra un enemigo que, curiosamente, los mismos aliados se obstinan en comparar con Adolf Hitler, no con Saddam Hussein.

La vieja Europa, a contrapelo de sí misma, demuestra una vez más que no puede valerse sola, como en la Segunda Guerra, como en Bosnia. Los ataques aéreos llevan el sello de la OTAN, pero dependen del respaldo (de la ingrata compañía, corregirían los franceses) de los Estados Unidos.

Es un reflejo de la vulnerabilidad de Europa, siempre inmersa en prejuicios pronorteamericanos (un seguro contra todo riesgo) y antinorteamericanos (un acta de defunción), por más que Francia no tolere intromisiones del otro lado del Atlántico, y que Rusia, virtual nexo con el régimen de Milosevic, apele al doble discurso con tal de no seguir perdiendo poder tras el derrumbe del imperio soviético.

Rusia torció el brazo después de haber fracasado en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con su propuesta inicial de cese el fuego, sólo avalada por China (socio en todo rechazo a Occidente) y Namibia.

El plan de paz inicialado con los siete países más industrializados del mundo (G-7) deja abierta la posibilidad de que el mal mayor se convierta en menor, permitiendo el ingreso de una fuerza internacional en Kosovo y el regreso de los refugiados.

Es un pacto precario, pero la OTAN se ahorra el riesgo militar y político de una eventual intervención de los helicópteros Apache, de efectividad insegura, y Milosevic, privado de electricidad y de combustible, se ahorra el riesgo militar y político de una derrota deshonrosa. Gana su propia guerra, en realidad, al mejor estilo Saddam, no Hitler.

La encrucijada, sin embargo, no es Yugoslavia ni Milosevic, sino el futuro, ya que, después de Kosovo, cualquier país que saque los pies del plato estará en aprietos. Caso China, caso Cuba. El que fuere.

Es una garantía y una amenaza a la vez: la OTAN, en el nuevo papel de policía del mundo que adoptó en la celebración de su cincuentenario en Washington, podrá intervenir, a puro bombazo, en todo territorio que considere peligroso.

Europa ya no representa su límite geográfico. La ONU, en procura de recuperar ahora, como puede, el espacio perdido en Kosovo, podría ser soslayada de nuevo, cuantas veces sea necesario, en caso de que los países que están embarcados en la causa de los Balcanes decidan recomponer democracias o hacer justicia en donde fuere.

Diecinueve líderes no pueden estar equivocados. En Yugoslavia, al menos. Pero en sus capitales, cada uno de ellos lidia con una oposición que exige resultados y que, aunque esté en las antípodas de Milosevic, no aprueba desde el comienzo los bombardeos a Belgrado y sus alrededores.

Sucede en los Estados Unidos. En Gran Bretaña. En España. En Grecia, base crucial de operaciones. En Alemania, con hombres de formación verde y pacifista que jamás habrán imaginado que iban a avalar una guerra. En Francia. Y en Italia, con un gobierno que debe vérselas con reclamos del comunismo, más duros que oportunistas, y del centro, más oportunistas que duros.

La OTAN legitima los ataques por los kosovares, presas de la cacería étnica. Es más reacción que acción. Justa, pero sin presupuesto. Ni principio, ni final. Sin liderazgo, inclusive. O con uno rayano en la ingenuidad (yo-no-fui) cada vez que una bomba apunta a una refinería y destruye un convoy ferroviario o deja sin techo un tendal de familias.

El precedente va más allá de los Balcanes: la elimininación del último vestigio de la vieja Europa, encarnado en Milosevic. En el futuro, la OTAN podrá surcar los cielos, o desplegar cargas de cabellería ligera, en países bajo de sospecha de posesión de armas de destrucción masiva, de fomento del terrorismo, de tráfico de drogas o de respaldo al crimen organizado. ¿Quién será el árbitro? Podrá intervenir hasta en un golpe de Estado en Marte.

La OTAN enfrenta por ahora una guerra más feroz y, sobre todo, más larga de lo planeado (si hubo planes, claro). A los refugiados, con sus lágrimas y sus penurias, les debe el apoyo de otros gobiernos. Pero carga con la cruz de haber cometido errores gruesos contra blancos civiles.

Y carga, también, con el virtual fortalecimiento de Milosevic, en especial después del gesto humanitario que procuró difundir con la liberación de los tres soldados norteamericanos captuados por sus tropas.

En las discusiones sobre los nuevos atributos de la OTAN, Francia procuró dejar en claro que la legalidad internacional debe seguir siendo monopolio de la ONU y, en especial, de su Consejo de Seguridad. Esto creó resquemores: Kosovo dejó en claro que los aliados no quieren quedar expuestos, en ese ámbito, al veto de Rusia y de China.

El modelo norteamericano, con su bonanza, crea adicción, por un lado, y rechazo, por otro. En los resultados está la clave. Y también están las dudas: ¿qué país europeo aceptaría la desigualdad social, un proceso natural en los Estados Unidos, y reprobaría el subsidio por desempleo?

La OTAN, repensada, liberada del comunismo, no parece alentar una hegemonía, pero se convierte, en la práctica, en un brazo armado en defensa de intereses tan caros a los Estados Unidos como a algunos de sus principales socios europeos. Las guerras, cual reverso de la moneda, no pueden promover el bien. Apenas sirven para evitar el mal.



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