El año, salvo que sea bisiesto, tiene 365 días.
A los 365 días hay que restarles 52 domingos y 52 sábados, lo que da como resultado 261 días.
A los 261 días, a su vez, hay que restarles los feriados. Nueve, digamos. La ecuación da hasta aquí 252 días.
A los 252 días hay que restarles las vacaciones de verano, 15 días promedio, lo que da 237 días.
Esos 237 días, de 24 horas cada uno, deben ser divididos por tres: ocho horas de sueño (mínimo no imponible sujeto a variaciones por siestas y modorras), ocho horas de trabajo (máximo aceptable también sujeto a variaciones por súbitas perezas) y ocho horas de todo un poco (mínimo no negociable).
Quedan 79 días netos. En ellos suelen utilizarse cuatro horas del tiempo de trabajo para almorzar, participar de reuniones, tomar café y charlar con los compañeros. Son 39,5 días, entonces. Que, descontados los 15 días de vacaciones de invierno, se reducen a 24,5.
Es un consuelo. Si el trabajo es sagrado, no conviene tocarlo. Si el trabajo es salud, que abreven en él los enfermos. Y si uno administra con sabiduría los días de licencia por diversas causas (duelo, embarazo y demás), de los 24,5 días quedan 12,25. O, con propina, 12 días.
A esos 12 días hay que restarles las medias jornadas, como el Jueves Santo y las vísperas de Navidad y de Año Nuevo. Al resultado parcial, 11 días, debe restársele el tiempo que uno siempre necesita para trámites bancarios y asuntos particulares.
¿Qué son, en definitiva, 11 días de trabajo en un durísimo año de 365 días?