La amenaza norcoreana

Las ambiciones nucleares del régimen de Kim Jong-un entrañan el mayor desafío internacional para Donald Trump en sus primeros 100 días de gobierno




Pompa y ceremonia para El Brillante Camarada
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La barrera es simbólica: 100 días. Fueron los concedidos por Franklin Roosevelt al Congreso para la aprobación del paquete de leyes del New Deal. Desde entonces, 1933, los primeros 100 días pasaron a ser el período de evaluación de los presidentes de los Estados Unidos y de otros países. En su discurso inaugural, John Kennedy aludió a esa gracia. Los 100 días quedaron inscriptos en la historia por haber sido el lapso transcurrido entre la fuga de Napoleón de la isla de Elba y la batalla final de Waterloo. Fueron 116 días, en realidad. Días más, días menos, ¿cuál es el mayor desafío internacional de Donald Trump en sus primeros 100 días de gobierno? Corea del Norte.

En Corea del Sur, el ejército de los Estados Unidos comenzó a expandir el escudo antimisiles. El sistema de defensa, que responde a las siglas Thaad, está compuesto por baterías antiaéreas. Son capaces de interceptar y destruir en el aire misiles balísticos como los lanzados por el régimen de Kim Jong-un en sus ensayos. En forma simultánea con el despliegue militar, los secretarios de Defensa, James Mattis, y de Estado, Rex Tillerson, mantuvieron en estos días reuniones inusuales con todos los representantes y senadores. Les propusieron un refuerzo de las sanciones contra Corea del Norte mientras China le suelta la mano y Japón teme un ataque contra su territorio.

En medio de las fuertes tensiones en la península coreana, los satélites de los Estados Unidos captaron imágenes inverosímiles. Las de tres partidos de vóleibol en los sitios destinados a pruebas nucleares. El vóleibol es el deporte nacional norcoreano, pero, más allá de eso, el régimen de Kim quiso enviarles un mensaje a sus virtuales enemigos. Burlarse de ellos, quizás. Era algo frecuente en sus antecesores. El abuelo de Kim, Kim Il-sung, cuya estatua dorada recorta el firmamento, mandó construir en el límite con Corea del Sur un pueblo fantasma. Sus habitantes son maquetas de cartón piedra. Todo es posible en la dimensión norcoreana.

El Capitolio, Washington

La obsesión por las bombas nucleares se remonta a los orígenes de República Popular Democrática de Corea, en 1948. Kim Il-sung, El Presidente Eterno, usó como excusa la amenaza de los Estados Unidos de lanzarle una o varias durante la guerra entre las dos Coreas, entre 1950 y 1953. Un conflicto irresuelto, aún en curso. Ambas partes firmaron un armisticio, no la paz. El nieto del primer Kim se jacta ahora de haber probado una bomba de hidrógeno y de disponer de una cantidad indeterminada de cabezas nucleares, así como de la posibilidad de alcanzar con misiles la costa oeste norteamericana. La sexta prueba de su mandato parece ser inminente.

Corea del Norte gasta en defensa casi un cuarto de su Producto Bruto Interno (PBI) a pesar de ser uno de los países más pobres del planeta. En 1998, la hambruna mató a cientos de miles. Unos 50.000 norcoreanos trabajan en el exterior. Envían remesas a sus parientes, de las cuales el régimen obtiene una importante tajada. En 2006, mientras fracasaban las negociaciones a seis bandas para el desarme con otros países y la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el padre de Kim, Kim Jong-il, El Líder Eterno, ejecutó la primera prueba atómica. La repitió en 2009. No hubo advertencia eficaz para desactivar el programa, algo así como el juguete favorito del tercer Kim.

Kim, El Brillante Camarada, no es de fiar. Mandó matar a su hermano paterno, Kim Jong-nam, en el aeropuerto de Kuala Lumpur en febrero de 2017. Desde su asunción, en 2011, ordenó una feroz purga dentro del régimen. No perdonó a su tío Jang Song-thaek, condenado a la pena capital por traición en 2013, ni a otro tío, Kim Yong-jin, uno de los cuatro viceprimeros ministros y responsable del área de educación. Lo fusilaron en 2016 por mostrar “una actitud negativa durante una importante reunión parlamentaria”. El régimen mantiene entre 80.000 y 120.000 presos políticos, según el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

Desde la torre de Panmunjom, área fronteriza enclavada en el paralelo 38, uno ve con binoculares a soldados norcoreanos que, a su vez, enfocan sus binoculares. En el supuesto pueblo creado por el primer Kim, un soldado iza la bandera al amanecer y otro la arría al atardecer como si las personas y las casas fueran reales. Las maquetas de los campesinos, que cambian de posición día tras día, cargan cestas en medio de un paisaje silencioso, desolado, escarpado, de cerros empinados y grises contrastantes. El evidente engaño se prolonga hasta la actualidad con los jugadores de vóleibol captados por los satélites en los sitios de las pruebas nucleares.

En ese límite difuso, a diferencia de otros sacudidos por guerras, los soldados de ambos bandos se ven las caras. Están a diez metros de distancia. De pie. Los surcoreanos, con los puños a la altura de la cintura, usan gafas espejadas para no responder a las provocaciones. Los norcoreanos escupen al aire, se lustran los borceguíes con la bandera de los Estados Unidos y golpean con los nudillos las casillas de madera en las cuales se reúnen dos veces por día los generales de la base permanente de ONU con los suyos. Lo hacen para molestar. Dan la espalda a un edificio gris de escaleras interminables. Típica arquitectura soviética.

La propaganda es implacable

La dotación norteamericana, de 28.500 militares, es la más numerosa en Corea del Sur. De ese lado de la frontera hay un parque de diversiones. Es un adorno. No funciona. Tampoco funciona el ferrocarril, cuyas vías terminan en forma abrupta. Más allá, al final de un territorio que culebrea entre alambres de púas y minas antipersonales, está “el puente del no retorno”. El puente de madera, endeble, encierra en su nombre una amenaza para aquel que se atreva a poner un pie en él rumbo a Corea del Norte.

La sensación de control perpetuo acompaña a los ciudadanos norcoreanos desde la cuna. Son generaciones nacidas y criadas en estado de guerra. Viven bajo el sistema de castas, llamado songbun. Un método eficaz de control social. Están los leales, cercanos al poder por ser descendientes de los que lucharon contra los japoneses desde 1910 hasta la Segunda Guerra Mundial y de los combatientes de la guerra de Corea. Están los vacilantes o dudosos, sospechosos de ser tibios o poco entusiastas con el régimen. Y están los hostiles, descendientes de los colaboracionistas con Japón y Corea del Sur. Son, según el régimen, viles desagradecidos.

El imponente desfile de soldados y armas por Pyongyang el 15 de abril, Día del Sol por el natalicio del primer Kim, fue coronado con el lanzamiento fallido de otro misil. Diez días después hubo una celebración con cañonazos. La del aniversario de las fuerzas armadas. Coincidió con el arribo al puerto de Busan, Corea del Sur, del submarino nuclear norteamericano USS Michigan. Coincidió, también, con el final de “la política de paciencia estratégica”. Lo anunció el secretario Tillerson en las vísperas de los primeros 100 días de su gobierno. El de Trump, de legitimidad democrática, pero errático, imprevisible y provocador como el de su adversario norcoreano.

Publicado en Télam

Jorge Elías
@JorgeEliasInter | @Elinterin
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